Yo no sé, no. Detrás de la capilla Santa Isabel, entre la laguna, el aromito y los ligustros, la luz de la luna para eso de las 8 de la tarde-noche lo alumbraba todo: las pisadas de las vacas, las bostas, el esqueleto de un barrilete de papel de diario partido en dos atrapado por un solitario cardo, el caminito que arrancaba pegado al aromito con las últimas huellas de las bicis y de las zapatillas flechas, las 4 vacas, un caballo y un perro marca perro que siempre estaba cerca de las vacas.

Un perro que a veces era difícil saber si estaba despierto o dormido hasta que empezaba a mover la cola. A veces lo veíamos contemplando los últimos partidos o picaditos de la cancha del cilindro. Al igual que casi todos los perros, éste también te olía el cuiqui al pasar por su lado, y lejos de abusarse te acompañaba un toque como para que no sientas miedo.

Manuel contaba que una noche de gran luna, una pulpo voleada desde Cafferata y Rivas fue a parar por donde estaban las vacas, y que le pidió al perro que se la buscara. El perro lo llevó hasta el último ligustro, moviendo la cola, hasta donde estaba la redonda de goma. Para Pedro era un perro que la luna le pegaba bien. Quisimos saber su nombre y le preguntamos a Tito, el del tambo, si era de él y cómo se llamaba. Nos contestó que no era un perro del tambo y que desconocía su nombre, entonces le pusimos el Alunado.

Una tarde, en una jugada dudosa en la que discutimos si en la jugada previa a un gol se había ido afuera, tomamos la decisión de consultarle al Alunado de la siguiente forma: si le arrojábamos la pelo y movía la cola, era gol; si ladraba, no era. Pedro contaba que una tarde en la que ya aparecía la luna, el perro –al verlo cruzar Cafferata a la altura de Centeno– lo alcanzó y se le puso adelante, moviendo la cola. Le estaba diciendo a su manera que la piba que todos los jueves venía a recoger hojas del aromito había vuelto después de dos semanas de ausencia. Mientras tanto, para José, el Alunado lo sabía todo y nos decía una noche mientras se prendía un Jockey: “¡Yo antes de encarar para el Mangrullo a pescar paso por donde está el perro y si me mueve la cola y se pone a saltar, esa noche de buena luna va a ver un buen pique”.

La tarde-noche del 20 de aquel julio, la figura del Alunado se la veía recorrer de un lado a otro por ese cuadro tan de él. Esa noche se lo oyó aullando y ladrando hasta que la luz de la luna dió paso a los primeros rayitos de sol. Nunca más lo vimos. Mientras, en un barrilete triángulo de papel de diario que un pibe quería remontar, se podía leer: 20 de julio de 1969, el hombre llegó a la luna.

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