Estamos en tiempos de elecciones, y no lo digo solo porque estemos en pleno proceso electoral, sino pensando en la necesidad de poner en práctica el ejercicio de elegir. Elegir qué queremos para nuestro país, para los jóvenes, para todos nosotros. En definitiva de lo que se trata es de pensar y acompañar proyectos, porque sin proyectos no hay sociedad posible, no hay construcción colectiva, hay pura deriva, improvisación e individualismo.

La educación es uno de los ejes más nombrados por las diferentes plataformas políticas, porque se entiende que es además de un derecho básico del hombre, la herramienta más poderosa para el logro de metas transformadoras de la realidad. Una realidad que en los últimos tiempos se ha tornado prácticamente insoportable, por el aumento de las violencias y la sensación de desamparo que nos aborda cuando nada parece mejorar, cuando los problemas persisten a pesar del transcurrir  de los años.

Parafraseando a Eva Giberti, la prevención se vincula con la producción de cambios posibles, siempre que éstos conduzcan a situaciones superadoras de las dificultades. Por lo tanto, prevenir no es actuar antes que se produzca algo del orden de lo no deseado, sino intervenir en el “mientras tanto”. Porque en ese tiempo, en esa diacronía, se va desenvolviendo la vida, y los efectos de las experiencias que cada sujeto vivencia son a su vez, motores de las acciones que encarna.

Comparto una anécdota que nos permite reflexionar desde otro lugar, sobre estas cuestiones. Hace poco se conmemoró el día de las/los docentes, y en el grupo de whatsapp de ex compañeres de la escuela primaria, del que formo parte, se subió la foto de la señorita Noemí (nuestra maestra en los primeros grados) acompañada de un “Gracias”.

Maestra de una escuela pública, de barrio, que supo enseñar el valor del respeto por el otro, y que nos transmitió con su amorosidad, que la escuela era un lugar para jugar y crecer, para el aprendizaje y el disfrute. Cosas que aunque parecen básicas, muchas veces se presentan disociadas. Si se aprende no se juega, el trabajo no es disfrute. Y así niñes y adultos nos vemos envueltos en una nube de polvo, que todo lo torna gris; nos convencemos sin pensarlo, que así debe ser, y que solo se trata de aceptar las reglas impuestas.

Claramente, este no fue el mensaje que con su accionar nos hizo llegar la señorita Noemí, y fue tan efectivo ese modo de enseñar, que las marcas perduran hasta hoy. Porque enseñar es hacer marca, con la convicción de que esas huellas habilitarán al otro a soñar y desear. Es un acto de generosidad supremo, sin el cual la humanidad no tendría posibilidad de ser.

Educar siempre ha sido un desafío. Hoy una de las dificultades más notorias es la desvalorización de la tarea, y el efecto de desamparo que se produce como consecuencia.

Carlos Skliar retoma la pregunta que plantea Hanna Arendt en “Entre el pasado y el futuro” (1996)  acerca de si educar no sería una forma de amar al mundo tanto como para desear que no se acabe, dando paso a lo nuevo como nacimiento. Educar podría entenderse entonces, como una forma de amar al otro lo suficiente como para no dejarlo librado a su suerte, a su destino en apariencia inmodificable.

No solo la función docente y la escuela vienen soportando, desde hace años, los embates de políticas que las ubicaron en el ojo de la tormenta, y dañaron la posibilidad de diálogo y la confianza de las familias con la institución.

La educación, pensada como la transmisión de una generación a otra, ha sido tan fuertemente cuestionada, que los adultos han quedado subordinados ante la hegemonía de algunas prácticas profesionales, y la oferta inagotable de las redes, que hechizan a todos por igual: jóvenes, niñes, adultas y adultos. Ambas estrategias que vuelven vulnerables e inseguros a los sujetos sobre los que recae la responsabilidad de llevar adelante el proceso educativo.

Estas son las condiciones actuales en las que las nuevas generaciones se desarrollan, y es desde allí que podemos intervenir para generar conciencia de que siempre es posible elegir, que mientras tengamos vida, algo puede cambiar, y que esos cambios dependen de cada uno y al mismo tiempo, de todos nosotros.

Si nos dejamos convencer de lo contrario, habremos perdido la jugada antes de tiempo, habremos dado la victoria a la impotencia y el desaliento. Y entonces, estaremos solos, en medio de un tumulto de gente que no tendrá para nosotros más sentido que el de la masa.

No hay que confundir la masa con lo colectivo, con la posibilidad de compartir un proyecto de sociedad, de comunidad, que nos ofrezca un lugar para ser habitado desde nuestra singularidad y se conjugue con otros, que también se jueguen en el deseo común. Porque si de algo se trata cuando hablamos de educación, es de la transmisión que nos sitúa en una continuidad, que engarza con el presente, el recuerdo y lo que vendrá.

*Psicóloga 

 

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