Yo no sé, no. La plaza Galicia tenía la mejor iluminación para un picadito nocturno. Ahí nos juntamos José, Tiguín, Carlos, Raúl, Pedro, Manuel y yo. Esperamos un rato hasta que apareció uno que vivía por ahí, para ser un cuatro contra cuatro, y nos costó hacer una cancha rectangular en el único espacio que estaba libre que era un triángulo. Cuando terminamos de jugar, mientras tomábamos una Fanta, Raúl sacó un mazo de cartas de 40 y dijo: “Juguemos a un Monte por lo que tengamos en el bolsillo menos plata, no nos vamos a sacar las chirolas entre amigos”. José sacó una cajita de plástico que en su interior tenía cuatro anzuelos; Tiguín, un almanaque con una semidesnuda; Raúl, una figurita del 5 de Nueva Chicago; Carlos, una bujía que usaba como punti para jugar a las figus; Pedro, un acerito que también era su punti para las bolis; Manuel seis huevitos de gallo, y yo una tarjeta que era la invitación a un cumple de 15 de una piba. Pedro transpiraba de los nervios ante la posibilidad de perder el punti que era para él una especie de talismán de la suerte. Además, al otro día, a la salida de la Anastasio, tenía un lindo desafío.

Al otro día para eso de las 12.15, en la parada del 53, frente a la escuela, empezó el desafío que era más bien una competencia: dar una vuelta por la fábrica Acindar en pareja con alguna piba que nunca hubiera cruzado para el lado del barrio de Pedro, y el que volvía primero ganaba. Habían apostado lo que tenía cada uno en el bolsillo del delantal: Pedro tenía el acerito, un cartucho de la 303 y una cartita con una poesía, mientras que su compañera Laura tenía una foto de Leo Dan y en un sobre un trébol de cuatro hojas. La del otro equipo tenía una foto de Johny Tedesco y un paquete de las figus que le gustaban a las pibas. Alfredo tenía a Rojitas, el de Boca, y un atado de cigarrillos con sólo dos Jockey. Parecía fácil el cruce y pegar la vuelta, pero con las pibas era distinto. Laura, cuando tuvo que saltar un zanjón que estaba pegado a la vía, se quedó quieta, casi paralizada, porque vio una cruz del otro lado, ya que en ese lugar había sido asesinado un pibe años atrás. En un segundo tomó coraje y saltó con la ayuda de Pedro. Llegando a Crespo, los saludó la mamá de Tamba, la mamá de los Díaz, y Pedro le metió pata cuando vio el forraje donde, además de comida para animales, vendían garrafas. La madre le había dicho que apenas volviera del colegio pasara por ahí para encargar una de diez. Para eso de las 13.30, ya estaban de vuelta frente a la escuela. Pedro y su compañera perdieron la apuesta pero eso no le importó tanto, al contrario, porque se había tomado el trabajo de poner en la cartita con la poesía: “Cómo me gustan las pibas de Acindar”.

Pasaron unos años, varios septiembres, y el bolsillo de Pedro, que ya no era el del delantal sino el de un saco azul con el que iba a la noche al Superior, seguía habiendo cosas importantes. A veces volvía con un atado con los últimos Particulares, un par de monedas, un papel con el número de teléfono de alguna compañera, las llaves de su casa, y otras veces tenía la sensación de que también estaba aquel acerito, la cajita con anzuelos de José, el punti bujía de Carlos, el trébol de cuatro hojas de Laura y aquel salto venciendo al miedo para volver seguros. Esas noches, cuando volvía en el 15, se sentía seguro porque en el bolsillo estaba todo o casi todo. Ahí convivían algunas de las bellas cosas que puso en juego en alguna apuesta. Por ese entonces, la apuesta se había transformado en compromiso. En un compromiso con perfume a Patria.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 16/09/23

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