Yo no sé, no. El Biki, el perro de Manuel, parecía conocer las calles del barrio por el color. Un día Pedro nos dijo: “Vamos hasta el tercer puente de la Vía Honda, ahí cuando Uriburu se pone de un negro intenso”. El Biki empezó a mover la cola y hasta convocó a la Yudi, la perra de Pedro, y al Capi, el perro de Carlos y Raúl. Los tres se pusieron contentos. Por esa parte en que Uriburu se transformaba en un callejón, quizás por la influencia de las quintas, la tierra, aparte de negra, siempre estaba blandita y a los perros les gustaba hacer pozos en busca de lagartijas, cuises o sapos. Por otro lado, en el primer puente, en la calle Doctor Riva, la tierra a ambos lados de la vía se ponía algo colorada y resbaladiza cuando llovía. Y cuando estaba seca, se ponía dura como una piedra. En el barrio, durante un tiempo largo, la única calle gris fue Biedma, por el asfalto. Sólo cambiaba de color cuando había una abundante lluvia y se transformaba en un río marrón.

A los perros les gustaba ir a ese río, porque los días de lluvia los de la perrera seguro no laburaban. Una vez, a metros de Quintana, cerca de Lagos, llegaron unos gitanos, por cierto amigables, y levantaron una gran carpa. Esa semana, o esos quince días, el marrón natural de tierra empezó a ceder a unos alegres colores, quizá por influencia de la vestimenta de las polleras gitanas. Lo mismo ocurrió, pero por otro motivo, en la calle Garibaldi, que estaba donde posteriormente fue la plaza Santa Isabel. Los primeros colores de los juegos infantiles parecían reflejarse tanto en la cortada como en la misma Garibaldi. Mientras tanto, Cafferata, a la altura de donde estaba la primera capillita y una canchita de cinco, el verde se resistía a abandonar la misma calle, a lo mejor por la alegría y los gritos de algún gol y los comienzos de las primeras aulas de la escuela Santa Isabel. La calle presentía que iba a haber una alegría futura. Por Ameghino, cerca de Acíndar, el amarillo parecía de azufre o de aserrín. Por ahí, varios carreros traían aserrín que luego llevaban al hipódromo y a veces un gris acero se mezclaba con ese amarillo.

Por Castellano, cerca de la tranquera del tambo y del aromito, el color de la calle, por momentos, podría ser cualquier color, pero el tono se aclaraba hasta casi ser blanco. Algunos decían “por la leche del tambo” que Tito vendía suelta ahí, y otros “porque el aromito tenía propiedades sanitarias”, o por lo que a unos metros devendría en el actual centro de salud, el Marcelino Champagnat. Riccheri y Suipacha, a ambos lados de la plaza Galicia, a la tardecita se ponían de un color anaranjado por las lámparas que empezaban a iluminar, o, como decía José: “Muchas vienen acá «a encontrarse con su media naranja»”. En Avellaneda, a la altura de Acevedo, el rojo teñía ese pedazo de calle. A veces por la puesta del sol, pero en nuestra imaginación era porque allí más de una nos besó por primera vez con los labios pintados de un rojo carmesí. 

Por un tiempo las calles se volvieron grises, casi todas pavimentadas, pero el gris que veíamos era porque ya no estábamos juntos y el olvido había hecho su trabajo. Después de mucho tiempo, la lluvia se hizo presente durante un par de días seguidos. Luego salió el sol que lo secó todo, y al cuarto día vimos en el cielo un raro arcoiris. Digo raro porque no estaba arqueado, sino que eran rayas, una negra, otra gris, otra roja, otra de varios colores, otra verde, otra naranja, y hasta se cruzaban entre ellas. Esa semana, en la escuela, ya en la secundaria, había que preparar un trabajo sobre el Día de la Soberanía. Era la primera semana de ese noviembre y todos los que vimos esas rayas de distintos colores en el cielo, supimos que la soberanía tiene también que ver con no olvidar lo nuestro. Y en el recuerdo volvieron los colores soberanos y alegres de aquellas calles del barrio.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 04/11/23

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