Pauline Fondevila inauguró su última exposición individual en la galería Diego Obligado. “La escuela de la noche” reúne sus obras más recientes donde el texto y la imagen se articulan en un universo de referencias cruzadas entre cartones y pinturas.

Me gusta encontrar nombres y frases conocidas en las obras de Pauline. Prestar atención y descubrir entre las formas pintadas, las tipografías y el marrón del cartón un libro que ya leí o alguna palabra que me llame la atención. Hay una cabaña en mitad de la galería, una cabaña que no deja de ser una isla donde se concentra una colección de libros que, en rigor de verdad, son cajas recuperadas e intervenidas. Cada pieza cuenta con su título y su autor y en algunos casos pequeños motivos pintados: murciélagos, botellas, lágrimas, calaveras, candelabros. Es una dinámica de producción que la artista adoptó y sistematizó hace unos años y que hoy toma esta forma para “La escuela de la noche”, su última muestra individual en Diego Obligado.

La instalación es una casa improvisada, una estructura de madera y cartón donde las tapas sin hojas se distribuyen sobre estantes y pequeñas pinturas se acomodan sobre un soporte que recuerda a un pizarrón. “La escuela de la noche” activa nuestra manía de revisar cada rincón. En el continuo deambular por los estantes nos asalta esa sensación de extrema curiosidad. Una lista se va armando en la cabeza y mientras vamos leyendo muchas cosas no son más que deseos o recuerdos. Un libro se vuelve entonces un vínculo con algo más y, fundamentalmente, un vínculo con otros libros. No se lo puede pensar como un objeto único, siempre está en relación a otros y por eso no hay libros sin bibliotecas.

Por fuera de este escenario, sobre una pared aparece un pequeño óleo en el que vemos una mujer de frente con un murciélago como antifaz. Un antifaz que parece dotarla de la visión de la noche y la oscuridad. “Noche”, palabra que aparece pintada insistentemente sobre los cartones. La noche es la otra cara, la identidad secreta, el abrigo de la penumbra. Esa noche que toma la forma del esparcimiento y la distensión del mundo diurno, de su desahogo. Más adelante hay otros cuadros, pequeños óleos de temas sencillos y cotidianos, emparentados con el ámbito del ejercicio y el aprendizaje. Allí vemos citas a obras propias y ajenas. La soledad y el retraimiento se suceden en estas pinturas que se suman al universo del pensamiento con guiños de la acción y la fantasía.

“La escuela de la noche” nos habla más del camino azaroso del autodidacta que de la práctica sistemática de la educación tradicional. Los libros que la componen, si bien pueden encontrar un denominador común más o menos claro, están atravesados por el encuentro fortuito que se parece más a la acumulación real de los anaqueles que al orden riguroso que exigen las instituciones de enseñanza.

La instalación que plantea Pauline guarda esa impronta de refugio precario y provisorio como los libros que nos van acompañando en diferentes etapas de la vida. Es una instantánea del tiempo presente, un recorte fortuito pero lleno de significancia: feminismo, anarquismo, la figura de la bruja, la ficción y los ensayos, los grandes clásicos y los bestsellers y también unas cuantas licencias poéticas. Es esa deriva continua la que le sirve paradójicamente de anclaje y de identidad y que la carga de una profunda impronta personal.

El libro se vuelve un arma de resistencia, un vínculo con el mundo, una forma de posicionamiento pero también un mero aliado ante el abatimiento cotidiano. Nos brinda esa posibilidad de lectura nocturna cerca de la mesa de luz, una luz tenue como la única que ilumina el pequeño espacio que Pauline habilita. Pienso en el Mayo Francés, en las publicaciones prohibidas durante la última dictadura cuyas tapas muchas veces eran cubiertas con papeles de diarios para pasar desapercibidas, en el proyecto de Eloísa Cartonera que demostró que ni en los momentos de mayor crisis económica este artefacto podía dejar de circular o en la novela de Bradbury donde los libros eran memorizados y transmitidos oralmente. 

No dejo de pensar, también, que estas obras hablan de la construcción de un lugar seguro, un lugar donde volver a empezar resignificando legados históricos e ideas o interrogantes en torno al futuro. “La escuela de la noche” es un lugar utópico pero en la órbita de lo posible que proyecta ante nosotros una biblioteca ideal, como lo hacíamos en la infancia jugando a tener aquello que no teníamos. Pauline vuelve a construir un espacio íntimo y vital, como el náufrago de su novela que emula el mundo que perdió recurriendo a aquello que tenía a mano sin olvidarse nunca de guardarse de la intemperie.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 25/11/23

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