La complicidad en despachos judiciales, militares, eclesiásticos y de la democracia formal no frenó a los familiares que hoy protagonizan la lucha por el castigo a los asesinos.

Ya no dan órdenes ni gritan con patéticos gestos de duros. Son cobardes protegidos por vidrios y gendarmes, mientras en silencio se esconden para salvarse. Sin la menor dignidad sirvieron a los intereses y políticas de la clase dominante.

Ahora deben escuchar y esperar la resolución del juicio. Aún la justicia del sistema los protege y siguen libres, pero ya una contundente sentencia social los condena por los delitos de lesa humanidad cometidos en el Servicio de Informaciones (SI) de la policía de Rosario durante la última dictadura cívico militar.

«Siempre esperamos que algunas de estas bestias dijeran lo que habían hecho. ¿Cuántas madres murieron sin saber dónde estaban sus hijos? ¿Cuántas abuelas mueren sin saber dónde están sus nietos? Y los que tienen las respuestas, callan», remarcó Francisco Oyarzábal.

El “Vasco” y su hermana María Inés declararon el último miércoles en el juicio oral sobre la desaparición de su hermano José Antonio, sobre la causa Díaz Bessone, en el Tribunal Oral Federal 2 (TOF2) de Rosario.

En la sala del tribunal de Oroño al 900 la memoria y el compromiso rescataron los sucesos que comenzaron aquel 12 de octubre de 1976, cuando fue secuestrado José Antonio. El relato, más allá de los datos e informaciones, fue un testimonio de profundo valor porque los hermanos Oyarzabal, más que meros testigos han sido protagonistas de la lucha junto a otros argentinos, con un inmenso dolor pero también con la clara convicción de pelear y resistir en forma solidaria y colectiva, desde una militancia comprometida.

Durante años, sufrimientos, averiguaciones y recorridos por despachos, las familias de las víctimas sólo hallaban mentiras o silencio. María Cristina Márquez, Cristina Costanzo, Analía Murgiondo, Sergio Abdo Jalil, Eduardo Felipe Laus, Daniel Oscar Barjacoba, y José Antonio Oyarzabal, llevados al centro de detención ilegal y clandestino «El Pozo», fueron asesinados en el amanecer del 17 de octubre de 1976, cerca de Los Surgentes, Córdoba. Los jóvenes habían sido trasladados desde el Servicio de Informaciones (SI) de la policía de Rosario. Pero esos datos faltaron por años: ¿qué les había pasado?, ¿dónde? y las dudas sobre el destino de sus cuerpos movilizó a las familias.

Recién en diciembre del 82 se pudo constatar el hecho. El Terrorismo manipulaba la verdad para paralizar cualquier respuesta o investigación. Para derrotar al terror, como lo había advertido Rodolfo Walsh, había que “hacer circular la información», y eso es lo que hacen desde muchos años los familiares de las víctimas del Terrorismo de Estado y los militantes que los acompañan.

Sobre José Antonio, su hermana María Inés detalló: “Nació el 20 de febrero del 54, en el 76 tenía 22 años, era estudiante de derecho de la UNR y militaba en la JUP. El Vasco agrega: “En el 76 dejó la casa de calle Urquiza y se fue a vivir a una pensión en España 961. Lo veíamos seguido, venía a casa a comer y traía ropa que mi madre lavaba. El Ciruja era su apodo en el colegio, en el club de rugby Duendes y en el ámbito político, al punto que para muchos: yo era el Cirujita”.

Tras el secuestro, “empezamos a pensar en qué podía haber ocurrido y comenzamos las averiguaciones, él tenia un amigo Eduardo Laus, cuya madre nos llamó por teléfono y nos dimos cuenta que estaban faltando los dos. Tuvimos múltiples reuniones con la familia de Laus”, explicó con voz segura y calma Inés.

También relató la reunión que una amiga de la familia y miembro del poder judicial mantuvo con el comisario Corrales el 18 de octubre de 1976. A pesar que los jóvenes habían sido asesinados el día anterior, le dijo que Oyarzabal estaba herido, detenido en Jefatura y a disposición del Ejército. Luego, el comandante del Ejercito Andrés Ferrero “la invitó” a no buscar más datos. Entonces, Agustín Feced, el ex comandante mayor de Gendarmería era interventor de la policía rosarina (abril 1976 a mayo de 1978).

Mientras comenzaban las averiguaciones, también apareció el miedo y las noches sin dormir. “Inés remarca algunos recuerdos: “El teléfono sonaba en las noches, a cada rato. Atendíamos, nos cortaban, y como si nos vieran, al acostarnos nos volvían a llamar. No podíamos cortar la línea porque siempre esperábamos noticias», cuenta. Además, resaltó “las mentiras que recibimos permanentemente, mientras que mis padres deambulaban de un lado a otro y los maltrataban”.

“El 15 y 16 de noviembre y también el 30 de diciembre del 76 hicimos denuncias en el Comando del 2º Cuerpo de Ejercito”, indica Inés. Agrega que su madre y una tía también elevaron el tema al Ministerio del Interior y hablan con el cura García (Héctor), secretario del entonces arzobispo Guillermo Bolatti, “quien nos alentaba a tener esperanza que con la llegada de las fiestas íbamos a tener alguna noticia”, señala Inés. “Seguimos caminos oficiales recurrimos a la iglesia a los militares y a la justicia, pero los habeas corpus fueron respondidos de manera negativa y en el 79 hacemos la denuncia ante la OEA”, agrega.

Los sucesos se empezaban a ordenar. Pero recién en diciembre del 82 el Vasco accede a parte de la verdad: tras ser detenido el 12 de octubre del 76, fue llevado con otros seis jóvenes a la Jefatura de Rosario, y de ahí trasladados vivos a un costado de un camino rural en Los Surgentes, donde fueron asesinados el 17 de octubre. Más tarde, llevan sus cuerpos al hospital cordobés San Roque y finalmente a una fosa común en el cementerio San Vicente.

Una democracia condicionada

“Mi madre buscó hasta que se enteró de la muerte de su hijo, con mucho dolor y silencio pasó la posta y empiezo a trabajar en Familiares de Desaparecidos y en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. La militancia en esos organismos era muy importante, muy sana, también era un lugar de contención”, sostiene el Vasco mientras se disculpa ante el tribunal por una permanente carraspera. Admitió que desde que se enteró “que debía testimoniar hoy, me pica la garganta, perdón”.

Entre el 82 y 83 viaja a Mar del Plata y otras ciudades de la provincia de Buenos Aires, por más datos. Con la recuperación de la democracia aparece la Conadep y denuncias en la justicia provincial. Pero también sucederá uno de los momentos más duros para los Oyarzabal.

Inés cuenta: “En diciembre del 83, en el diario La Capital se dice que habían identificados algunos cadáveres, entre ellos el de Eduardo Laus. Faltaba poco para que asuma Alfonsín y viajamos a Córdoba con mi hermano y la abogada Délia Rodríguez Araya, vamos al Juzgado y nos dicen que en una fosa de San Vicente había unas 3000 personas enterradas, pero nos pidieron que esperemos al gobierno democrático”.

Entre el 3 y 4 de marzo del 84 se abre la fosa común del cementerio cordobés “de una forma bestial, con una pala mecánica que destrozaba huellas y huesos. Pasamos dos días viendo fémures y cráneos, llegamos a contar 50 cráneos. Como no recordar cuando sacan a uno con una venda en los ojos. Luego llevaron los restos a una oficina médico legal donde un equipo los analizó. Habíamos guardado radiografías tomadas por el dentista de la familia. Sólo se reconoció el cráneo de Cristina Costanzo”, cuenta Inés. Al no avanzar en la identificación de los restos, por orden del juez son retirados y guardados para futuros análisis en el cementerio.

Ya en 1984, acota el Vasco: “No terminamos de entender hasta que punto la democracia estaba jaqueada. Se produce el robo a los tribunales provinciales y con ello se pierde documentación. Militaba en el Partido Intransigente, y desde ahí se había advertido al gobierno sobre el riesgo que corrían esos documentos”.

Entre los trámites que debieron soportar, el Vasco recuerda cuando las denuncias, en el 84, pasan de la justicia provincial a la militar. “Me toca declarar ante un juez militar, y recuerdo que en vez de buscar información trató de amedrentarme”. Así relata la pregunta más recurrente que le hacían: “¿Pero usted está seguro de todo esto?”. También concurre en febrero del 86 a la justicia federal”.

Otro duro momento fue acompañar al periodista Carlos del Frade a Los Surgentes, donde se entrevistan con el médico y el fotógrafo que vieron a los cadáveres y con la empleada que tomó huellas dactilares de los siete cuerpos. “En 2003 el Equipo Argentino de Antropología Forense iba a recuperar los cuerpos para identificarlos, se anuncia que reabrirán la fosa común del cementerio para analizarlos con la nueva tecnología y pruebas ADN. Queríamos recuperar algo, uno podría haber excavado la tierra con los dientes”, sostiene el Vasco.

La ilusión se estrelló contra otra desilusión, otra burla realizada en supuestas épocas democráticas: “Esos huesos que debían ser resguardados, a los dos días de cerrar el primer análisis en febrero del 85 fueron incinerados y tirados al osario común. Habíamos dejado muestras de sangre para la identificación. Pero ya nos comentaron que se sospechaba sobre la incineración de esos restos, hicimos una nota y nos confirmaron la incineración en febrero del 85. Fue un espanto, terrible, muy duro. Necesitábamos que apareciera aunque sea un hueso, nos negaron la posibilidad de identificar aunque sea algo, era como la segunda desaparición de mi hermano y a partir de ahí entré en un bajón anímico y quiebre”, admite.

En los años 90, el Vasco realizó presentaciones por la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final. Pero también debió soportar que una oficial de justicia lo visitar en su casa porque debía embargarle algo porque un recurso que había sido rechazado generaba gastos. “Dijo que lo único de valor que tenía era una vieja biblioteca de madera. Me produjo gran violencia, porque mi hermano no estaba y a mí me querían sacar una biblioteca”.

A esta altura, el relato llegaba al presente, y los Oyarzabal, como tantos militantes y querellantes no dan por terminada la historia porque se reclama la demorada justicia. El Vasco admite su sueño: hallar los restos de su hermano y dejarlos en el cementerio junto a su padres. Pero también sostiene que “con el cambio político en el país, al caer las leyes de impunidad uno vuelve a recuperar la posibilidad de enjuiciarlos”. Antes, ya su hermana había afirmado: “En nombre de mi madre, que recorrió estos bulevares en soledad buscando a mi hermano, en nombre de ella pido justicia”. De las siete madres de los jóvenes de Los Surgentes, sólo vive Angela Costanzo, presente en la sala y acompañando a los hermanos del amigo de su hijo.

Aquellos pibes unieron a sus familiares, quienes hicieron un acto a los 30 años del suceso y también participaron en el acto realizado por alumnos de una escuela de Los Surgentes que estudiaron, rescataron e investigaron el caso.

Cuando finalmente los funcionarios judiciales estaban por cerrar la declaración, el Vasco pidió decir “una cosita más”- Entonces, con su voz más tranquila y ya sin carraspera descargó: “Para los abogados hay delitos, hay homicidios, privaciones ilegitimas de la libertad, torturas; para los familiares hay dolores y lo que siempre me pregunto es cuantos dolores tienen que pasar por este escritorio para que haya justicia”.

Los aplausos estallaron en la sala, todos quedaron de pie. Pero los cobardes siguieron en sus lugares y en silencio, como aplastados en sus sillas por el peso de la verdad y de una condena que no puede esperar.

En los tribunales son juzgados Ramón Díaz Bessone (ex Cdte. Del II CE), José Rubén Lo Fiego (oficial principal de la Policía de Santa Fe), Mario Alfredo Marcote (oficial de la Policía de Santa Fe), Ramón Rito Vergara (suboficial de la Policía de Santa Fe), Juan Carlos Scortecchini (comisario principal de la Policía de Santa Fe) y Ricardo Chomicky (civil) por los delitos de privación ilegitima de la libertad y tormentos a 93 victimas, 17 de las cuales fueron asesinadas. En el año declararán unos 200 testigos.

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