Yo no sé, no. Pedro se acuerda de uno en el barrio al que le decían Alitas, por sus bracitos y por cómo festejaba cuando hacía un gol. A la hora de construir los barriletes, el pibe se empeñaba en que los zumbadores fueran atractivos, como si fueran alitas.

Por aquellos tiempos pasaba un carro con legas, unas gallinas re flacas de color blanco y cuyo destino era el puchero. En el campo, Alitas era un experto en atrapar gallinas y cruzarles las alas para inmovilizarlas. Un día, festejando un gol, se trepó a un alambrado que no era precisamente el perimetral, sino que resultó ser el de un gallinero, que por supuesto se vino abajo junto con los insultos de la Teresa, dueña del mismo.

Otra vez, vio una pintada cerca de Jefatura. “La patria fusilada”, decía. La habrán pintado al toque y salieron de vuelo, pensó. En aquel tiempo, el piropo preferido era aquel que remataba: “Sí, pero las alas molestan”, sobre todo cuando alguna se hacía el angelito. Pedro pensaba en cuando los primeros patriotas le pusieron alas a su voluntad de dejar de ser colonia. Las de Yrigoyen en ampliar derechos. Las de Perón, incorporando a grandes sectores a la vida política social y económica del país. Tremendas alas las del 45 y las del 73, con los sectores juveniles fundamentalmente.

El otro día, mirando un cartel de una granja que ofrecía alitas a 19 pesos el kilo, Pedro pensó en lo que ofertaban los súper de los Peña Braun, con huesos de pollo a 14 mangos. Estos vinieron por todo, dice Pedro. Encima que te recortan derechos, te arrancan las alas y te humillan ofreciéndote la sobra. Y uno no puede no pensar en esa vieja canción que decía: “Piden pan, no le dan; piden queso, le dan hueso y le rompen el pescuezo”. Y en que hay que pararlos ya, antes que terminemos todos desplumados.

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