Hace poco leímos un libro de Aldo Duzdevich, Norberto Raffoul y Rodolfo Beltrami intitulado La Lealtad. Los Montoneros que se quedaron con Perón. No sería inexacto calificarlo como un libro revisionista, que trata sobre el ala izquierda del peronismo en los años setenta.

¿Por qué revisionista? Porque vuelve sobre ciertos relatos establecidos acerca de la relación que existió entre la organización Montoneros y el líder del movimiento peronista, con el fin de revisar las formas que adoptó ese vínculo, reformulando fundamentales cuestiones de aquella (aunque también de esta) época.

Entre esas cuestiones, una no menor –sino todo lo contrario– es la cuestión de la identidad peronista.

El libro no pretende ser un tratado doctrinario: por el contrario, adopta los modos mucho más modestos, pero no inveraces, de la crónica. Y es desde allí desde donde plantea esta cuestión, sin formularla en términos abstractos y teóricos. Lo hace más bien exponiendo, cronológicamente, una serie de hechos históricos que conducen, de manera inevitable podríamos decir, al problema de la identidad peronista.

No repetiremos los hitos de esa historia por conocidos y por innecesarios respecto de lo que acá queremos señalar. Nos limitaremos a consignar los fundamentales: por ejemplo, la pretensión de Montoneros de disputar la conducción estratégica del movimiento con el propio líder; por ejemplo también, la circulación de cierto discurso dentro de la organización, a través de documentos que adscribían a una perspectiva marxista-leninista, que claramente colisionaban con los principios filosóficos del pensamiento de Perón y de la doctrina peronista.

Esa disputa y ese enfrentamiento, como todos saben, tuvieron su máxima expresión el 1º de Mayo de 1974, cuando los Montoneros se retiraron de la Plaza de Mayo como modo de dejar en claro su desacuerdo con la orientación del gobierno nacional, en ese momento ejercido por Perón. No está de más recordar que previamente se había producido una suerte de polémica entre la organización y el líder, cuando Montoneros entonó estribillos hostiles al gobierno (“Qué pasa, qué pasa, qué pasa General, que está lleno de gorilas el gobierno nacional”), y Perón respondió con una serie de durísimos calificativos reprobándolos (“Imberbes, estúpidos”).

Lo que el libro de Duzdevich, Raffoul y Beltrami consigna –y allí se encuentra uno de sus temas fundamentales– es que con anterioridad, y también durante ese aciago acto, hubo militantes montoneros que manifestaron su desacuerdo con la línea asumida por la organización, separándose de ella. No fueron muchos, ni menos aún mayoritarios, pero constituyeron una corriente que logró organizar unidades básicas y desplegar una práctica política donde la línea adoptada se basaba, de manera decisiva, en el acatamiento de la conducción estratégica de Juan Domingo Perón.

Hasta ahí, los hechos. Los autores agregan cierta consideración respecto de lo que podía haber ocurrido, si las cosas no se hubiesen precipitado por el camino de violencia que siguieron poco tiempo después, al morir el líder y sucederlo su esposa Isabel Martínez. Pero eso no es más que historia contra-fáctica, como suele decirse.

Lo que aquí nos importa, en todo caso, es ponderar lo que esos hechos representan desde su particular punto de vista. Y lo que esos hechos representan, justamente, es la patentización –la puesta en escena, podría agregarse– de la dramaticidad que supone la asunción de la identidad peronista. Porque ser peronista, en tales circunstancias –nos recuerdan–, significaba lisa y llanamente acatar la conducción estratégica de Juan Domingo Perón.

¿Es válida la tesis que da vida y sostiene al libro? Claramente lo es, si se toma en cuenta el sentido histórico, ancestral, de la figura del caudillo en la historia argentina y latinoamericana. Porque aquello que para una mirada tan liberal como conservadora es motivo de repulsa, deja de serlo cuando se reconoce el papel contestatario y por momentos emancipador que muchas veces adopta el caudillismo en esta parte del mundo. Hasta la politología académica comienza a reconocerlo, al menos en algunas de sus vertientes, como aquella que expresa la obra de Ernesto Laclau.

En tal sentido, se podría dar un paso más y postular que, aún hoy, ser peronista significa reconocer la conducción estratégica de un líder. Claro está que ello no implica ser sumiso ni mucho menos acrítico, del mismo modo que supone no pretender sustituir al conductor usurpando un lugar que no es propio. En momentos como los que estamos viviendo, esa definición se vuelve acuciante y candente, porque el peronismo vive la paradoja de no contar con un conductor reconocido, ya que no por el conjunto, al menos por la mayoría del movimiento.

Como en otros momentos de su historia, después de la muerte de Perón, el peronismo se enfrenta a la carencia de un liderazgo real e indiscutido. Algunos suponen que ello posibilitará su conversión en un partido democrático, según las formas habituales de la partidocracia liberal. Otros, en cambio, sin desconocer la legitimidad que brinda la ratificación electoral de los líderes, creen que el peronismo fue y será otra cosa. Que fue y será un movimiento amplio, heterogéneo y polimorfo, siempre en tensión con el sistema político, puesto que brega desde dentro de ese sistema por desplazar constantemente sus límites, ampliando así el catálogo de los derechos sociales, políticos y económicos del pueblo.

Pensar al peronismo de esta manera acaso sea, en este hoy de hegemonía neo-liberal y a la vez de resistencia popular, la mejor lente para escudriñar las formas y la orientación que vaya a adoptar la inextinguible identidad peronista, como respuesta a los desafíos de la época. Lo cual conllevará, guste o no guste, la emergencia de un nuevo conductor –o conductora– capaz de articular al movimiento detrás de su dirección estratégica.

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