Yo no sé, no. Con Pedro nos acordábamos cuando volvíamos de la escuela y atravesábamos parte de la quinta donde nos tentábamos en jugar a quién llegaba más lejos en el revoleo de la cartera de cuero que llevaba los útiles y los tres cuadernos que teníamos: el de sociales, matemáticas y lengua. Yo sufría más por el de lengua, porque la maestra era rigurosa. Pensaba, un día de estos se me van a romper un par de hojas y la voy a pasar mal.

Con el tiempo, ese sector se convirtió en una canchita. Y Pedro cada vez que se le venía la pelo encima, para mí, al ser un cuevero de aquellos que revoleaba la pelota, se acordaría de cuando revoleaba la cartera. Tanto que hasta cuando la agarraba de volea los pibes le decían que era especialista en el revoleo. Si bien la cancha no era muy grande, a veces llegaba de arco a arco cuando la agarraba con furia.

Me acuerdo en los primeros picnic, atrás de la fábrica de armas, que un par de pibas que fueron con pollera. Después nos enteramos que se habían escapado de la casa porque el picnic había sido una semana antes del 21 de septiembre, medio organizado por nosotros mismos, sin que estén las maestras presentes. El revoleo de ojos no fue sólo de Pedro, porque había viento, era septiembre y las polleras iban y venían, hasta que nos calmamos para participar de juegos entre todos, como si todos tuviéramos pantalones o polleras. En aquellos tiempos ver más allá de la rodilla excitaba a cualquiera, y más en la preadolescencia en que estábamos.

Años más tarde, enfrente del Superior, con el centro de estudiantes teníamos que colgar unos carteles en el medio de la calle. Para eso había que revolear una piedra atada con un hilo tan largo como para poder recogerlo y subir el cartel. Las pibas que hicieron el primer intento no tenían ni idea de cómo se hacía ese revoleo. Y la verdad, dice Pedro, por culpa mía, porque no la asistí con la madeja de piolín que se necesitaba. Al final se solucionó el problema y las consignas del centro de estudiantes quedaron bien colgaditas. Y nos sentíamos orgullosos porque era un cartel cargado de consignas y propuestas, con sueños colectivos acorde a la época que se vivía.

Con el golpe genocida, esa participación estudiantil fue atacada ferozmente, igual que los trabajadores, los partidos políticos, sociales, culturales. Revolearon violencia a todos los proyectos colectivos. Hoy, dice Pedro, estos tipos a los que afortunadamente les queda poco, están revoleando medidas pero con objetivos precisos: que gran parte de la tarasca, del queso, de la riqueza, sigan yendo para sus grupos económicos. Medidas que parecen al revoleo pero que apuntan a seguir dañando el bolsillo de los trabajadores, la educación y la salud pública. Y sobre todo los sueños, los sueños colectivos.

A veces, sigue Pedro, cuando por estas fechas se recuerda a los pibes de las noches de los lápices, me acuerdo de todos. De los que conocí, de los que fueron amigos y no tanto, pero que estaban comprometidos en revolear lo más lejos posible sus sueños para seguir avanzando. A lo mejor, cuando asuma otro gobierno hay que tener preparado el revoleo. El revoleo de aquellos sueños, el revoleo de otros sueños para empezar a conquistar, a recuperar, porque con un buen revoleo también se recupera, y se avanza, me dice mientras mueve la pata para revolear algo que por ahora no está, que es aquella cartera, aquella pelo cuando jugaba de 2, aquellos ojos en el picnic buscando las piernas y las sonrisas de aquellas pibas. O aquella piedra que permitió subir aquel cartel frente al Superior.

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