El año comenzó con la asunción de Bolsonaro en Brasil, y cerró con el golpe de Estado en Bolivia. Estallaron protestas contra los gobiernos neoliberales de Haití, Ecuador, Chile y Colombia. Todas continúan, pese a la represión feroz y las mentiras de los desprestigiados mandatarios entregadores.

El 2019 comenzó con la asunción de un ultraderechista, Jair Bolsonaro, y cerró con un golpe de Estado cívico-militar, también utraderechista y re-colonizador, en Bolivia. Dos zarpazos de la derecha, por caminos distintos.

La embestida contra Venezuela continuó. Y una vez más fracasó. El experimento del autoproclamado Juan Guaidó se desdibujó entre la falta de legitimidad y la corrupción entre sus propias filas.

Fue el año de los estallidos sociales. Los pueblos salieron a las calles a decir “basta” a los gobiernos neoliberales. En febrero, Haití. En octubre, Ecuador y Chile. Y en noviembre Colombia. La OEA confirmó ser el departamento de colonias de EEUU y los gobiernos de derecha se juntaron para acatar las órdenes de EEUU y atacar la integración regional. Inmersos en esas tareas cipáyicas, mientras tanto, sus países se prendieron fuego.

EEUU expresó sin ambages la doctrina Monroe, que promete una mayor presencia en la región, “para frenar los avances de Rusia y China”.

La explosión de Chile significó además la caída de un símbolo, una gran mentira de la derecha neoliberal y los medios a su servicio, que lo vendían como un “modelo exitoso”.

En todos los casos las protestas, que continúan, son reprimidas con ferocidad, confirmando que el neoliberalismo y sus ajustes nunca cierran sin represión.

Los presidentes de Haití, Ecuador, Chile y Colombia exhibieron además gestos típicos, reiterados, muy característicos de la derecha de estos días y sus aliados en los medios y la Justicia: el negacionismo y el cinismo. Negaron los estallidos. Le echaron la culpa a Venezuela. Luego llamaron al diálogo e hicieron concesiones, sin dejar de reprimir. Pero aún con los medios hegemónicos de su lado, la gente sigue en la calle, no se cree las mentiras ni le teme a la represión.

El 2019 comenzó con la asunción de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil. Le ganó las elecciones al candidato del Partido de los Trabajadores (PT), Fernando Haddad, en segunda vuelta. Logró triunfar gracias a la proscripción del ex presidente Lula, que lo aventajaba en todas las encuesta, y gracias a la campaña mediática y las noticias falsas que contribuyeron a demonizar al PT. El juez de Curitiba Sergio Moro condenó a Lula “sin pruebas”, según escribió el propio magistrado en el fallo. La idea era sacar al ex presidente y líder del PT de la carrera presidencial. Y Bolsonaro, que reconoció públicamente que le debe la presidencia a Moro, lo recompensó nombrándolo ministro de Justicia.

En noviembre, el Supremo Tribunal Federal determinó la excarcelación de Lula, 579 días después haber sido ingresado en la Superintendencia de la Policía Federal de Curitiba. Pero el daño ya estaba hecho.

También en enero, se produjo en Venezuela otro acontecimiento que luego, a finales del año, fue replicado en Bolivia. Un nuevo término, y una nueva categoría política nacía ante el asombro de buena parte del mundo y la complicidad de los medios hegemónicos: la autoproclamación de un presidente o presidenta.

En el marco del acoso a Venezuela, que este año incluyó sanciones, amenazas, atentados, y la campaña de desgaste y demonización que ya lleva dos décadas, el 23 de enero, el diputado nacional por el partido de ultraderecha Voluntad Popular, Juan Guaidó, se autoproclamó de manera ilegal e inconstitucional “presidente encargado” de Venezuela.

Este acto ilegítimo fue el resultado de una maniobra diplomática conjunta acompañada de la instalación de una matriz de opinión por parte de los medios de comunicación hegemónicos. Guaidó fue rápidamente reconocido por el gobierno de EEUU, la secretaría general de la OEA, y la mayoría de los gobiernos de los países que integran el autodenominado Grupo de Lima.

El hecho se produjo en el marco de uno de los tantos intentos de golpe de Estado que padeció el pueblo de Venezuela, con la aparición de focos de violencia vandálica y acciones terroristas y de sabotaje en distintas regiones del país, informó Telesur.

A poco de cumplirse un año de esa maniobra, “el experimento Guaidó” demostró ser un fracaso estrepitoso. Fue una prueba más que la denominada “oposición venezolana” está dividida entre facciones que se disputan el poder y el dinero que reciben de EEUU para dar un golpe que no pueden concretar. Los casos de corrupción dividen por estos días a la oposición y terminaron de debilitar la ya desdibujada figura de Guaidó. Buena parte de la “ayuda” económica que recibieron se la robaron, para decepción y enojo de sus patrones yanquis.

El 1 de diciembre, una investigación periodística señaló a nueve diputados opositores para beneficiar al empresario colombiano Alex Saab, quien fue sancionado por el Departamento del Tesoro de EEUU en julio pasado por su presunta relación con la distribución de alimentos del gobierno venezolano. La revelación produjo una tormenta de acusaciones de corrupción en el Parlamento. Y el autoproclamado “presidente encargado”, Juan Guaidó, no salió ileso. No es el primer caso de corrupción entre los golpistas seguidores del autoproclamado.

En junio, Rossana Barrera y Kevin Rojas, militantes del partido Voluntad Popular y delegados de Guaidó, se gastaron, en joyas, fiestas, entre otros gastos, los recursos destinados para atender a los militares que desertaron a Colombia en febrero pasado en medio del intento fallido por el ingreso de la cooperación internacional al país. Los militares y sus familias quedaron literalmente en la calle, porque Barrera y Rojas no pagaron las cuentas de los hoteles donde se alojaban.

El 24 de noviembre, en Uruguay, el Frente Amplio perdió las elecciones tras 15 años en el poder. Luis Lacalle Pou se consagró presidente en segunda vuelta gracias a una alianza con derechistas y ultraderechistas que incluye al militar retirado Guido Manini Ríos, “el Bolsonaro uruguayo” que reivindica la dictadura genocida. Seguridad, militarización y ajuste, al tope de la agenda.

Se vino el estallido

En febrero estalló la protesta en Haití, contra las políticas neoliberales de Jovenel Moise. El pueblo quiere que renuncie, harto de corrupción, bajos salarios y falta de servicios. La represión es criminal. Para la ONU, el número de muertos serían 30. Pero los movimientos sociales y organismos de derechos humanos manejan cifran mucho mayores: entre 80 y 100.

Octubre concentró varios estallidos. Primero Ecuador, donde la ciudadanía le dijo basta al gobierno ajustador y entreguista de Lenin Moreno, que acordó con el FMI y dejó en la calle a decenas de miles de empleados públicos, entre otras medidas antipopulares. El tema no está resuelto. Moreno intenta ganar tiempo con un diálogo mentiroso. La represión ya produjo once muertos.

También en octubre comenzó otro de los estallidos que continúa, en Chile. El pueblo le dijo basta a treinta años de neoliberalismo extremo, criminal: ese neoliberalismo pinochestista que siempre fue un ejemplo para las derechas de la región y del mundo.

El presidente Sebastián Piñera llamó enemigos a los que protestan, les declaró la guerra. Y después convocó al diálogo y ofreció reformar la Constitución, un proceso que está en marcha. Los Carabineros volvieron a demostrar su brutalidad: 23 muertos, más de 400 personas sin ojos, unos 18 mil detenidos. Los Carabineros disparan al rostro. Los balines de goma, en realidad, eran de plomo. Y el agua de los camiones hidrantes contiene soda cáustica y gas pimienta.

Las protestas en Colombia comenzaron el 21 de noviembre en varias ciudades del país, y el pueblo está lejos de conformarse con las promesas del desprestigiado presidente Iván Duque. Una nueva ley impositiva, entre otras medidas neoliberales, fue el disparador de la furia popular, además de la represión y los métodos propios del terrorismo de Estado que desde hace décadas se aplican en ese país. Oficialmente se reconocieron tres muertos y 500 heridos. Pero organizaciones de la sociedad civil afirman que son muchos más.

Golpe de Estado y dictadura militar en Bolivia

El 10 de noviembre se consumó el golpe en Bolivia. Se venía planeando hacía años, y se tomó como excusa un informe fraudulento de la OEA contra las elecciones que volvió a ganar Evo Morales.

El golpe de Estado, y la posterior instauración de la dictadura militar que hoy oprime al pueblo boliviano, se ven de otra manera si se los desvinculan de las últimas elecciones del 20 de octubre, cuyo resultado fue rechazado por la oposición antes de conocerse. Se usó una fórmula conocida: “Si gana Evo es fraude”.

La represión al pueblo que resiste es brutal. Propia de una dictadura militar. Y la caza de dirigentes del Movimiento al Socialismo (MAS) y otras organizaciones afines a Evo crece en intensidad y violencia. Se produjeron por lo menos 34 muertos y hay miles de heridos y detenidos. Las torturas, los vejámenes y los allanamientos ilegales continúan.

Evo no podía volver a ganar. Evo perdió las elecciones antes de que la gente fuera a votar. No podía ser reelegido. No se lo iban a permitir los centros de poder que vienen clamando por la restauración conservadora en ese bastión rebelde. El proceso de liberación que encabezó el dirigente interrumpió un saqueo de más de 500 años. Lo que comenzaron Francisco de Pizarro y Hernán Cortez debía recomenzar, a cualquier costo.

La OEA se sumó a la impugnación a priori de las elecciones. Antes de comenzado el conteo de votos, los enviados de la OEA hablaban de la necesidad de una segunda vuelta. Y finalmente este organismo, enemigo declarado de los procesos de integración e independencia en la región, completó la estratagema con un informe en que no se habla de fraude ni de presentan pruebas sobre irregularidades graves.

Cuando el jefe de las Fuerzas Armadas de Bolivia, Williams Kaliman, sugiere al mandatario que renuncie, en realidad estaba realizando una siniestra puesta en escena, una farsa más dentro de la serie de mentiras y simulaciones que incluyó el plan golpista. Se convocaron a nuevas elecciones, sin Evo, y el MAS intenta recomponerse y elegir candidato.

El 10 de diciembre se abrió un nuevo escenario en la Argentina. La política exterior de la gestión de Mauricio Macri se caracterizó por una sumisión total a los designios de EEUU. Junto al presidente de Colombia, Iván Duque; de Chile, Sebastián Piñera; de Ecuador, Lenin Moreno, y de Paraguay, Mario Abdo Benítez, el mandatario argentino integró un bloque regional al servicio de las políticas imperiales.

Las dinámicas políticas y sociales cambian cada vez con mayor velocidad. Este breve y parcial repaso, que no pretende ser completo ni exhaustivo, es apenas un fotograma de una película que continúa, y cuyo final es impredecible.

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