I) El vocablo Historia es un término amplio, que admite múltiples empleos en diversos campos de pensamiento y acción.

A veces pertenece a una disciplina que se ocupa de los sucesos acaecidos a lo largo del tiempo, en diversas regiones geográficas y en distintos momentos o épocas. Cuando se trata de ello, Historia refiere a eventos o procesos constatables, lo que significa la posibilidad de contar con documentos o fuentes que atestigüen la veracidad de aquello que la Historia narra. En este sentido, Historia sería algo así como la ciencia de los hechos históricos.

Pero el vocablo puede escapar de los áridos terrenos de lo empírico, o de lo fáctico, para cobrar otro vuelo y alzarse por encima de los saberes positivos (positivistas). Es el caso de su uso filosófico, cuando su empleo se torna mucho más especulativo, aún cuando no acepte desgajarse del horizonte meramente fáctico (empirista) al que muchas veces lo confina el conocimiento científico de la Historia.

El tratamiento filosófico de la Historia, por otra parte, casi nunca es puramente especulativo, aunque lo especulativo sea el modo dominante de su abordaje filosófico. Salvo un Hegel, para el cual la Historia no es otra cosa que el desenvolvimiento dialéctico del Espíritu Humano, en muchos de sus seguidores y epígonos está presente la necesidad de articular esa dialéctica con la materialidad (fáctica, empírica) donde se nutre e inspira. Por ejemplo, en Marx, con su concepción del materialismo histórico entendido como el desenvolvimiento dialéctico de las contradicciones materiales de la base económica de una sociedad, o en Walter Benjamin, que conjuga materialismo con mesianismo en una particular visión, donde la Historia no supone ningún tipo de evolucionismo, puesto que para el pensador de la Escuela de Frankfurt se trata de un continuum temporal quebrado por disrupciones y saltos hacia atrás en el tiempo.

II) Por fuera de la oposición visión ideal / visión material de la Historia, lo que ella sea, o aquello de lo que está hecha, no puede prescindir de la dimensión simbólica donde se sostiene.

Con esto no aludimos a ciertas corrientes que tienden a reducir la Historia a lo meramente discursivo (Hayden White), afirmando que no es otra cosa que un relato de hechos establecidos y organizados discursivamente.

Nadie podría negar que la sustancia histórica supone una materialidad, un sustrato empírico sobre el que acontece y transcurre. Pero ese sustrato deja de ser una materia muda, una mera cosa, cuando una palabra la llama, la nombra, la suscita y la narra.

Hay, de tal modo, toda una dialéctica –toda otra dialéctica– entre lo Simbólico y lo Real en (de) la Historia. Una dialéctica por la cual hay palabras, hay voces, que la dicen, y al decirla la hacen: allí residiría, podría decirse, el valor y la función performativa de la palabra histórica.

Pero la palabra histórica no es histórica per se. No es una categoría o un género de la palabra en un sentido amplio o totalizante.

Por el contrario, la palabra histórica es cualquier palabra, toda palabra, que al proferirse puede proyectarse, inscribiéndose, en el orden imprevisible y por momentos aleatorio de los sucesos históricos.

III) Una alocución, una enunciación por la cual una persona se dirige a otra, no es necesariamente histórica.

Pero en el contexto de una Plaza de Mayo desbordante de gente, sobre una tarima rodeada por una multitud en el momento en que la noche se impone, al componer una escena ciertamente dramática, la palabra de Cristina Fernández (o Fernández de Kirchner, como era al principio) se vuelve, inevitablemente, histórica.

Y se vuelve histórica no sólo por lo que le dice a su alocutario, al destinatario de su discurso, el presidente electo, Alberto Fernández. Se vuelve histórica por lo que representa, como cierre de un ciclo afortunadamente corto para la llamada duración histórica, y como apertura de un nuevo ciclo, de signo prácticamente opuesto, que busca revertir las tendencias más profundas de la última experiencia neoliberal en el país.

En ese contexto, la palabra de Cristina Fernández sonó augural, profética. Le dijo al presidente electo que debía saber que lo colectivo es más importante que lo individual. Que debía confiar siempre en su pueblo, porque ellos (las personas del pueblo) no traicionan, son los más leales, sólo piden que los representen y los defiendan.

Dijo también que en los años del macrismo se los había perseguido, y que pese a ello ese día estaban allí. Y que eso había sido posible por la voluntad, la unidad y la memoria que el movimiento triunfante había puesto para ganar las elecciones.

La voz de Cristina Fernández, su palabra, devenía así en histórica. Porque más allá de sus significados, de sus contenidos semánticos concretos, tomaba la forma de una cadena, inmaterial y material a la vez –inmaterial porque no era más que sonido articulado, material porque ese sonido articulado podía incidir en los cuerpos, en los actos y en los gestos de todos los presentes, y de todos los ausentes simultáneos, pasados y futuros– capaz de trazar una nueva era, dibujándola en el aire.

IV) La ciencia de la Historia (y la filosofía de la Historia) abogaron reiteradamente por concebirla como un movimiento orientado hacia un fin; como un proceso teleo-lógico.

Por otra parte, si se trataba de un movimiento que tendía a un fin, ese movimiento no podía ser más que auto-regulado, y por lo mismo, susceptible de ser explicado en términos de principios o leyes (científicos o filosóficos). La Historia devenía, así, en el reino de lo previsible, y por ende, calculable.

Lógicamente que ese ropaje no era otro que el de la ciencia o la filosofía positivista, cándidamente ilusionada en poder apresar, empíricamente, todas las manifestaciones de la complejidad cósmica.

Pero el positivismo no fue más que un suspiro en la historia misma de la ciencia y la filosofía.

Prontamente –también en términos de duración histórica– la ciencia y la filosofía habrían de hacer lugar a lo aleatorio, a lo probabilístico, de los fenómenos que estudiaban una y otra.

Irrumpió (re-apareció) el concepto de acontecimiento (Foucault, Badiou), como aquello que sucede sin que ningún principio ni ninguna ley alcancen a prever, y que una vez sucedido no deja de reconfigurar el orden de los hechos y los saberes en los que la Historia acontece.

El retorno del peronismo, del kirchnerismo, al poder, tuvo en ese sentido algo –o mucho– de acontecimiento. Es más: podría decirse que varias de las emergencias del peronismo (octubre del 45, mayo del 2003) tuvieron esas características. Porque no puede saberse cuándo el peronismo vuelve, pero sí puede saberse –por tradición, por ideario, por voluntad de poder– cuándo el peronismo está.

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