
Miro, sorprendido, conturbado –¡admirado!– el desfile incesante ante el cajón.
La misma escena se repite hasta (hacia) el infinito: persignaciones, lanzamientos de besos con la mano, entrega de ofrendas sencillas y similares, como son las flores por un lado, y las camisetas y las banderas que se van apilando por otra parte.
¿Qué galvaniza esas miles de almas que se conjugan para el mismo ritual?….
Hay que calar muy hondo en el alma de un pueblo para que este fenómeno se produzca.
Es amor, sí. Es agradecimiento, también. Pero, ¿por qué?….
Hay y hubo infinidad de deportistas que brillaron en sus disciplinas.
Hay y hubo artistas, líderes políticos, figuras religiosas, que también lograron destacados éxitos.
Sin embargo, ninguno de ellos, o en todo caso muy pocos –poquísimos– pudieron generar ese lazo de afecto, amoroso, que es tan intenso como indestructible.
¿Qué hay que tener para provocar tamaño reconocimiento, plagado de pasión, para que todo un pueblo se movilice y se exprese de semejante manera?….
Condensar una identidad compartida, seguro. Encarnar aspiraciones, deseos y sueños comunes, también.
Pero debe haber algo más, probablemente inaprensible, contenido en ese féretro.
La facultad, no diré divina pero sí excepcional, de entender a ese pueblo, de interpretarlo, y de plasmar ese entendimiento haciendo maravillas con una simple pelota de fútbol.
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