Yo no sé, no. Los vidrios del 52 a la altura de Montevideo ya se habían empañado. Con Pedro lo habíamos tomado en San Luis y Mitre, casi vacío, y con los vidrios (a pesar del frío seco de un agosto que se arrimaba) con una transparencia que nos permitía ver con nitidez lo que se iba y lo que venía. En un par de cuadras el bondi se llenó con un grupete de pibas y pibes que, como nosotros, salían o iban a la clase de gimnasia. Cuando pasamos Pelegrini, compensaba la efímera literatura sobre las cerradas ventanillas, salvo las de los dos últimos asientos que estaban medio abiertas y donde por lo general había una pitada clandestina. Ya la plaza López quedaba atrás y con el pasaje de Alfonsina sobre un pedacito de vidrio, pegadito a una escritura de una piba que decía “¡Te quiero!”, Pedro puso: “¡Pero cómo duele!”. La piba iba a poner el nombre del destinatario de su mensaje, pero no, lo dejó como para que siguiera con el “pero cómo duele” de Pedro.

Dejamos Laprida sabiendo que a Pedro lo que más le dolía eran un raspón y un golpe en la rodilla que se había pegado sobre el piso de cemento en la última jugada del partido de handbol. Mientras tanto, a mí me agarraba la siempre recurrente duda de en cuál 52 estaríamos, ¿el rojo o el negro?, ya que lo habíamos tomado a las apuradas por la lesión en la rodilla de Pedro. Para cuando el bondi tomó por Seguí, a eso de las cinco y media, el aire fresco se había llevado la literatura y el olor a tabaco y el sol aparecía tenue, inclinándose, como despidiéndose. Al notar que faltaba poco para llegar a España, pensé que si estábamos en el 52 equivocado, el bondi doblaría en esa calle. Para calmar la ansiedad, metí la mano en el bolso en busca de un Bazooka de menta y noté que, aparte de los chicles y de los LM, también había medio paquete de galletitas. Quise adivinar si eran las Criollitas o unas masitas Lincoln, pero como estaban debajo del rompevientos mis dedos no llegaban a tener información precisa. Entonces pensé que si eran las criollas, íbamos en el 52 correcto; y si eran masitas, seguro que doblaría en España y tendríamos que seguir a pata. Teníamos 14 años, los bondis que siempre tomábamos eran el 15 y el 52 y nos juntaban en la cancha los puestos de 10 y de 11.

Era el año 69 y aprendimos que una sota (10) valía 8 en la escoba y que la historia de la Patria se contaba, como para sintetizar, de 10 en 10 años (o décadas). Al taxista le decíamos “al 40” en vez de “al 4.000”. Todo nos parecía más simple en un mundo de dos cifras y sólo el billete verde atravesaba las tres gambas. Mientras tanto, Äiti (la abuela) nos decía: “No se olviden de jugar al ambo (el 11 para ella) que si sale, no es que nos salvemos, pero siempre es una gran ayuda”.  

El otro día, caminando cerca de Oroño por Uruguay o Ayolas (nunca me acuerdo cuándo es uno u otro nombre), en ese par de cuadras que recorría el 52 correcto, Pedro me dice: “Capaz que si volvemos a un mundo de dos dígitos mejoremos, como para pasar agosto, mes 8 con cara de sota. Como para seguir subidos al colectivo ese que sale del barrio y vuelve al barrio. Y también a seguir el recorrido a gamba, si es que nos equivocamos. Después de todo, volver al barrio saboreando unas Criollitas es mucho más dulce de lo que parece”.

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