Al otro día se levanta tarde. La mujer salió temprano con los chicos, para llevarlos a la escuela. Después se fue a trabajar a alguna de las casas donde se ocupa del servicio doméstico: hasta la tarde no vuelve.

Le duele un poco la cabeza. Puede ser por haber dormido mal, pero también por la bronca que se comió con el boliviano. Por eso decide regresar recién para el turno noche. Al mediodía hay menos trabajo y al patrón no le importará demasiado si no aparece ahora.

Sale de la casa y empieza a caminar, con displicencia. Va pasando por el frente de las casitas del barrio, todas modestas, todas precarias. Algunos pibes juegan en la calle, mientras se meten entre ellos unos perros sucios y famélicos.

Después de hacer una cuadra hacia el oeste, dobla. Camina dos cuadras más hacia el sur, hasta que llega a una canchita. La canchita es un espacio de tierra pelada, que tiene un par de arcos situados hacia el este y el oeste. Eso es todo. Sin embargo, todos los días se arman picados o partidos, según los intereses de quienes juegan, porque algunos fines de semana se disputan torneos donde el asunto es por plata.

Cuando llega a la canchita hay unos pibes corriendo detrás de la pelota. Qué hacés, Diego Armando, lo saluda uno, y él responde: cómo andás, Negro. 

Lo de Diego Armando no está dicho en sentido figurado, ya que es su nombre verdadero. Nació cuando el Diego vino a Ñubel, y su viejo, que era fanático de ambos, le puso ese nombre como homenaje al diez. Sin embargo, son pocos los que lo llaman de ese modo: para la mayoría, es el Teto. No sabe de dónde viene ese apodo, a lo mejor se lo pusieron por el Teto Medina, a quien su viejo veía haciendo boludeces en la tele, en el programa de Tinelli.

¿Querés jugar?…, le pregunta el Negro. Dale, me prendo, contesta, metiéndose en la canchita. Los que juegan son dos equipos de cuatro jugadores cada uno, así que se suma al primero que puede. No hace falta decir nada: basta con empezar a correr, buscando la pelota y reconociendo a sus compañeros, tanto como a los rivales. 

Merodeando el arco contrario, le llega el balón de golpe. Entonces pisa la pelota, la duerme, y busca un destinatario para el pase. Como no lo encuentra, gira y patea: mete un golazo.

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