Las manos, animalias del furor y del espanto. Y las pastillas para los nervios ríen y se van. Manos como colgajos. O cuñas de pacú rex. No sirven, no. Todo se me escapa. Y se va. Resbaladizo. La refalosa. Con las manos a veces todo se torna impensable. Y se va. Todas las cosas se me van de las manos. Se instalan en un más allá. Cercano. Acá nomás. Pero inalcanzable. La vida vil del nervioso. Cuando el torpe no puede asir, el mundo se le empasta. Se pone áspero. Ronco. Y sobreviene la desesperación y los temblores. Y la gran tentación: la ira. La flequilluda ira. Los médicos no dan respuestas, no. Si la ansiedad genera torpeza, o si la torpeza, el escapismo fatal de las cosas, pare la ansiedad. ¿Es la vergüenza, acaso, la que nos empuja a la ira, doctores? Pero no: ellos se ríen, epicúreos. Los médicos evaden la cuestión. Me instalan en un mundo avícola. Hostil. Galaxias de huevos y gallinas. Se ríen. Le llaman ansiedad. Pero es el horror, el mismísimo horror. Es miedo. Vergüenza. Peste. Tembleques de furor. Y está la paradoja vil. Cínica. El envase de clonazepam es difícil, esquivo. La cura del nervioso se le escapa, se le torna inasible, inalcanzable, por nervioso. Y al envase le decimos blíster, en inglés. Y en inglés blíster es ampolla, llaga, carne viva. Carne roja. Magenta: el color de la ira y el furor. Todo envase es dolor. Llaga. Aftas en la boca, en la lengua. Manos heridas. Ardor. El magenta del fracaso. Cuando el sol baja, asoma el flequillo del horror. Cuando el sol baja, sufre el ansioso. Es la mala hora del ansioso. Viene el furor. La violencia contenida. Los fantasmas. Imágenes de cárceles. Horcas. La silla eléctrica. La violencia contenida es opresión in pectore al atardecer. Agitación. Ahogo. El apestado busca el clonazepam cuando el sol se pone. Pero a veces no puede. El dedo resbala sin gloria sobre el envase. Rueda el dedo sin vida. El envase ríe. Se atrinchera. Se acurruca. El comprimido no se entrega. Cuando el dedo nervioso se posa sobre la ampolla, pum. Resbala, refaloso. El flequillo atroz del fracaso te ciega de furor. No se puede acceder a la cura. La peste te aleja de la cura. El comprimido huye y no se entrega. Se ríe. Astroso. Hienal. Aquel infausto atardecer el comprimido saltó, inalcanzable. Aquella vez mi acercamiento a la caja de clonazepam fue algo acelerado y torpe, espasmódico, y fuera de horario, es cierto, tempranero, arrebatado. Había incumplido la prohibición de mi psiquiatra, que me recomendó ciertos cuidados con los medios de comunicación, y me prohibió los programas televisivos de información general, los noticieros, los debates políticos y los programas de entretenimiento. Sólo me permite ver documentales, de animales. Padezco pseudofobia, asociada a trastornos de ansiedad. Aquella tarde estaba viendo copular suricatas. Un encanto, una delicia. Pero cambié de canal, y apareció un noticiero, y ahí estaba él: el cínico mandatario, el cleptócrata inarticulado, el gran agramatical, el provocador. Y los hedores de su rancia peste me lanzaron, convulso, al ataque de ira, al blíster y al temblor. El comprimido de clonazepam, Houdini exasperante. Clavadista acapúlquico del espanto y la tos. Saltó hacia lo invisible. Y se perdió, en un sitio inexistente. Un no‑lugar. Cayó en la nada, para siempre. Y yo me zambullí hacia esa nada inane. Ya no estaba donde nunca estuvo. Y sí estaba mi perro, un caniche pequeño, mini, micro, “toy”. El perro se manducó el comprimido. Lo cazó en el aire. Feliz y hábil. Hice cuentas. Temblé. La dosis, diez miligramos, que apenas daba cosquillas, cínicas cosquillas, a mi ansiedad, era enorme, letal, para su cuerpecito. Pensé, en medio del ahogo. Me tomo el envase completo, con blíster y todo, y reviento de una vez, y no veo morir al perrito. Me tomo todo y espero a la Parca canturreando “Era en abril”. O: la opción cursi. Me aferro a la vida. Eso pensé, publicitario y cursi como la vida. Lucho por vivir, cursi y comercial como la existencia humana. Y así corrí, con mi perrito. Esperé un taxi. Veinte minutos. Años. Hasta que vi la luz roja. La salvación. La vida. La alegría de vivir. Pero no llevaba perros el taxista. “Con el perro no”, me dijo enojado. Lo insulté con ganas. Entoné, feroz, como un mantra‑canción, una serie de improperios y amenazas. Se bajó. Vino hacia mí. Pasé el perrito al brazo izquierdo. Allí terminan mis recuerdos. Allí comienza el relato de los otros. Los otros, los que hablan y mienten para inculparme. Pero por entonces yo ya no era yo. No soy yo cuando me enojo, y menos cuando está en peligro la vida de mi tan diminuto can. Hablan ustedes de un hecho violento en la esquina de Laprida y Mendoza, aquí en Rosario, pero no. Hablan de taxistas y policías atacados, pero mienten. Fue en un oscuro callejón de Hong Kong, en un hutong, para ser más preciso. Y no eran policías, sino una mezcla de policías y mafiosos, sí, matones de las tríadas. Y yo no era yo, sino Yip Man, el maestro de Bruce Lee, quien hizo justicia. ¿El estilo? Del sur, el Wing Chun. Al defender ataca, todo al mismo tiempo. Los golpes de manos son verticales, ascendentes. La clave está en relajar los hombros, y mantenerse siempre en eje, por fuera de los rivales, en un más allá inalcanzable. Ellos eran muchos, sí, y armados, pero atacaban en cámara lenta. Y no me atacaban a mí, sino a Yip Man, el gran maestro. Yo ya no era yo, y todavía no lo soy, aquí, entre ustedes, que mienten y me acusan y fingen hablar y entender. Soy Yip Man, no hablo castellano, no entiendo lo que me dicen ni ustedes me entienden a mí. Quiero un abogado, y un intérprete, y necesito llamar a la Embajada de China y elevar una queja. No tienen derecho a interrogarme e inventarme delitos que no cometí. No se hagan los guapos, son apenas cinco, no me obliguen. Me encontraron temblando en medio de la calle, en Hong Kong, no en Rosario, como ustedes insisten para incriminarme. Me encontraron con un caniche moribundo entre mis brazos. Dicen que había un tendal alrededor de mí. Una pila de hombres heridos, como morcillas sobre el asfalto. Hablan de mollejas mal asadas. Mollejas arrebatadas en mala parrilla. Una pila de tipos macilentos, dicen en una lengua que no entiendo. Y en la cumbre, dicen, el caniche en coma. “Topping”. “Con caniche toy de topping”, dicen. Yo no fui. Yo no hice nada. Soy apenas un tímido temblor de Hong Kong. Un pobre tipo acosado por falsas violencias. Un pobre enfermo intoxicado por flequillos, mentiras y ardor. Me persiguen fantasmas. Flequillos sórdidos y fantasmas. Soy pastillas que huyen, inasibles. Soy apenas flequillo, ira y coz. Y huye la pastilla. Huye y se va.

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