En el atardecer del 27 de febrero de 1812, a las seis y media de la tarde, en medio del lodo y los yuyales de una inhóspita zona de barrancas próximas a un pequeño rancherío conocido como Rosario, un vecino de nombre Cosme Maciel enarboló la bandera poco antes creada por Manuel Belgrano, joven intelectual devoto de la Virgen María y por entonces devenido militar. Ese acto, que todavía hoy es recreado cada mañana en las escuelas como un ritual patriótico de fundamental importancia para la nacionalidad, no fue bien recibido en 1812 por el poder instituido.

La iniciativa de Belgrano, lejos de ser aceptada por el gobierno porteño de la Primera Junta –resultado de la Revolución de mayo de 1810– fue considerada un acto de desobediencia, un exceso de entusiasmo que ponía en peligro las estrategias propuestas por el poder. Por esto último, Belgrano fue obligado a ocultar su creación y a reemplazarla por la bandera del Rey de España.

El creador de la bandera informó del hecho ocurrido en Rosario a las autoridades porteñas, haciendo referencia a la escarapela, distintivo que él mismo había creado tiempo antes y para cuyo uso ya había obtenido autorización oficial. “Siendo preciso enarbolar bandera y no teniéndola, la mandé hacer blanca y celeste conforme a los colores de la escarapela nacional; espero que sea de la aprobación de V.E. Dios guarde a V.E.”, escribía.

Pero con la bandera no tuvo la misma suerte que con la escarapela. En respuesta a su nota, el gobierno de Buenos Aires le comunicó que su actitud abiertamente independentista comprometía la política oficial de simular fidelidad al rey de España Fernando VII y además se le exigió que ocultara la bandera enarbolada en Rosario y se le envió otra –la de España– para que la reemplazara.

La comunicación del gobierno fue tajante: “Con presencia de esto y todo lo demás que se tiene presente en este grave asunto ha dispuesto este gobierno que sujetando V.S. sus conceptos a las miras que reglan las determinaciones con que él se conduce, haga pasar por un rapto de entusiasmo el suceso de la bandera blanca y celeste enarbolada, ocultándola disimuladamente y subrogándola con la que se le envía (…) procurando en adelante no prevenir las deliberaciones del gobierno en materia de tanta importancia y en cualquier otra que una vez ejecutada, no deja libertad para su aprobación y cuanto menos, produce males inevitables difíciles de repararse con buen suceso”.

Belgrano nunca llegó a recibir la dura reprimenda oficial, porque antes de que esta nota llegara a Rosario debió partir hacia Jujuy, siguiendo órdenes de Juan Martín de Pueyrredón, para asumir la comandancia del grupo que restaba del diezmado Ejército del Norte. Este hecho –producto de la lentitud de las comunicaciones de aquella época– dio lugar después a lo que fue visto por el gobierno como un nuevo y más grave acto de desobediencia por parte de Belgrano, el que fue condenado también con una dura nota oficial de reprimenda.

Desconociendo la prohibición oficial de exhibir la bandera enarbolada en Rosario, Belgrano, una vez instalado en Jujuy, celebró con un acto patrio el segundo aniversario de la Revolución de Mayo y exhibió, desde los balcones del cabildo de esa ciudad, el nuevo pabellón enarbolado por primera vez en Rosario, apenas tres meses atrás.

Cumpliendo con su obligación, informó luego al gobierno acerca de las celebraciones del 25 de mayo de 1812, haciendo mención a la bandera celeste y blanca y al fervor popular por el nuevo símbolo. ”Las aclamaciones y vivas del pueblo que se complacía de la señal que ya nos distingue de las demás naciones”, escribió Belgrano.

La contestación del triunvirato –en la que según el historiador José María Rosa “se nota la pluma y el estilo de Rivadavia”– tiene un fuerte tono de reprimenda: “El gobierno deja a la prudencia de V.S. mismo la reparación de tamaño desorden pero debe prevenirle que ésta será la última vez que significará hasta tan alto punto los respetos de la autoridad y los intereses de la nación, los que jamás podrán estar en oposición a la uniformidad y orden”.

De acuerdo con Rosa, el primer Triunvirato repitió en esa circunstancia una actitud coherente con su política y sus intereses: no dejar que otros se le adelanten declarar la independencia o la autonomía, pero tampoco declararla por su cuenta “para no disgustar a Strangford”. El gobierno consideraba indeseable, según sus propias palabra, “formar o arrimar a la dignidad de un estado a unos pueblos informes y derramados a distancias inordinadas”. Belgrano respondió muy dolido a la nota oficial, pero a su vez no dejó de reafirmar su anhelo independentista. Lejos de la imagen de Billiken y Anteojito, Belgrano creó el símbolo en una época de disputas, confrontaciones y crispación. La bandera nació en medio de ese clima, y fue a partir del posterior proceso de vaciamiento ideológico y político que los símbolos patrios quedaron convertidos en bobas piezas de museo al servicio de la vacuidad antipolítica.

Los procesos de cambio que se están desarrollando en la Argentina y en América latina tienden a reponer el contenido perdido. Las banderas que flamearon este domingo en la fiesta del Monumento lucían cargadas de historia, de ideología, de lucha y de política, al igual que la enseña que Belgrano nos legó.

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