Movilización en el Congreso por YPF
Movilización en el Congreso por YPF
Foto: Fernando Sturla/Télam

El filósofo Jacques Rancière define el “momento político” como una manera de configurar y reconfigurar la realidad y definir claramente a incluidos y excluidos. Se produce cuando se cuestiona el statu quo y “la evidencia de lo dado”. La recuperación de YPF puede pensarse como un momento político que reconfigura el cuadro de consensos y disensos, confronta con los poderes fácticos y cosecha apoyos masivos entre los ciudadanos.

Rancière, filósofo nacido en Argel en 1940, señala que un momento político se produce “cuando la temporalidad del consenso es interrumpida, cuando una fuerza es capaz de actualizar la imaginación de la comunidad que está comprometida allí, y de oponerle otra configuración de la relación de cada uno con todos”.

La reflexión puede resultar útil para interrogar la decisión del gobierno de recuperar YPF, una decisión acompañada por una abrumadora mayoría, incluso entre las fuerzas de oposición. La medida es histórica, marca un antes y un después, reconfigura consensos, y desnaturaliza una situación injusta dada. Es una más de las medidas de restitución, de recuperación, y apunta justamente al corazón, al núcleo duro, podrido y corrupto de la etapa neoliberal: las privatizaciones.

También fueron momentos políticos la creación de la Asignación Universal por Hijo, la restitución de las paritarias, la renegociación de la deuda pública, la ruptura con el Alca y el FMI y la apuesta a otros organismos regionales, la política de derechos humanos, verdad y justicia, la recuperación del sistema previsional en manos de las AFJP, el Fondo de Desendeudamiento con reservas del Banco Central y la reforma de la Carta Orgánica de esta entidad.

Ante cada uno de estos momentos políticos, los poderes fácticos, en forma directa o a través de sus voceros en los medios concentrados, reaccionaron de idéntica manera. Siempre. Sólo hay que buscar los diarios de la época para comprobar que siempre, sin excepción, sin matices, dijeron lo mismo ante cada decisión de gobierno para recuperar soberanía, recursos y poder de decisión.

En todos los casos, en todos, sin ninguna excepción, los voceros y lobbistas del statu quo se disfrazaron de Juan, el Apocaleta de Patmos, y presagiaron todo tipo de hecatombes, desastres y plagas: la Argentina quedaría aislada del mundo, sin inversiones, sin apoyo, desterrada del planeta para flotar en una suerte de limbo fuera de la historia y el Cosmos. Las sanciones serían terribles, fatales para la economía, el desarrollo, la cultura y el empleo. Los juicios y las condenas de organismos internacionales lloverían, implacables, para destruir las ruinas. Ni la imaginación de aquel desterrado en Patmos se atrevió a tanto. Siempre las mismas predicciones. Y siempre erradas, desmentidas por la realidad, todas, sin ninguna excepción.

Para creer estas predicciones sólo hace falta tener muchas ganas de creer, contra toda evidencia, desatendiendo esa molesta realidad que siempre se interpone, y que encima cosecha consensos, apoyos y votos, en cantidades que resultan históricas.

El proceso de recuperación de la política que comenzó en la Argentina 2003 se pone en línea, en este sentido, con los gobierno de América latina que reemplazaron el paradigma neoliberal y el consenso de Washington por otros paradigmas (nacionales y populares), otros consensos (con trabajadores, organizaciones sociales y de derechos humanos, jubilados, pequeños productores), y otros disensos (confrontando con los poderes fácticos, las multinacionales, el poder financiero concentrado, los medios hegemónicos, las elites locales y transnacionales).

Esta reconfiguración del contrato social, del imaginario social, del esquema de exclusiones e inclusiones de una sociedad, del sistema de reparto de la riqueza es la política, esa actividad que está en baja, por ejemplo, en varios países Europa, gobernados por los banqueros y los tecnócratas al servicio de los poderes fácticos.

La política, y la democracia, se construyen con consensos y disensos. Por eso un momento político reconfigura en forma profunda este esquema. El gobierno decidió confrontar con unos, los intereses concentrados, y generar consensos con otros actores sociales, con amplios sectores de la población que son incluso más amplios que aquellos que votaron a Cristina Fernández.

Pero el gobierno no se lanzó a confrontar con todos los poderes fácticos, con todos y al mismo tiempo. Esto hace indispensable el trabajo que la oposición se niega a asumir. Es indispensable cubrir esa vacante. Es indispensable una oposición política de verdad, que le recuerde al gobierno aquello que falta, pero sin dejar de tener en cuenta la correlación de fuerzas, y la realidad, que nunca hay que perder de vista, especialmente cuando se desea modificarla.

Lo que molesta a los poderes fácticos es el regreso de la política. Lo que les resulta imperdonable es que se fortalezca la democracia de verdad. Lo que molesta es esta otra restitución, esta esencial devolución, que es la fundamental: la devolución del sentido, del contenido a la democracia representativa. Esto es: que el gobierno haga lo que amplias mayorías creen que hay que hacer para beneficiar al conjunto de la sociedad. Que el gobierno represente a sus votantes. Así de obvio y sencillo. Pero en Europa no se consigue. Allí, los gobernantes utilizan los votos de los ciudadanos para gobernar para los intereses concentrados.

Lo obvio, lo sencillo y autoevidente. La batalla de ideas se basa en buena medida en modificar estos efectos de verdad y evidencia en la sociedad. A eso se refiere la noción de Rancière: el momento político reconfigura profundamente los lugares comunes, lo evidente, lo dado y naturalizado como inmodificable.

La oposición inane

La reconfiguración de los lugares comunes afecta gravemente el ya débil discurso opositor. Los momentos políticos condenan a la oposición a la inanidad, la afasia, el balbuceo triste, el auto-escarnio por deslizamiento de careta.

Dos ejemplos, Lilita Carrió, por el lado del grotesco criollo, y los fundamentalistas del consenso y del diálogo del Frente Amplio Progresista (FAP), por el lado del teatro del absurdo, pueden acaso ilustrar este cuadro de situación, tan lesivo para la institucionalidad y el funcionamiento de la democracia.

Lilita Van Por la Caja Carrió abusa de sus vacuas muletillas, y así muerde, desagradecida, la mano de quienes tanto la alimentaron para hacerla parecer una candidata viable, al menos para el 1,8 de los votantes. La dirigente, ya alejada de la política y a punto de abandonar también, definitivamente, su rol de lobbista de Clarín, demuestra con su balbuceo inane que hace falta mucho más que gastadas muletillas para defender los intereses de los poderosos, al menos en tiempos de restitución de la soberanía popular y regreso de la política.

Los dirigentes del FAP, en cambio, optaron por declaraciones que, más allá de lo absurdo, dejan un regusto amargo. La senadora Norma Morandini se abstuvo señalando que “el gobierno no busca consensos”. Por su parte, Hermes Binner protagonizó un violentísimo cambio de discurso: primero denostó y a las 48 horas cambió de parecer y apoyó con reservas. La violencia de la voltereta puede entenderse en el contexto de su permanente llamado al diálogo y al consenso. Todo el mundo sabe que en las sociedades democráticas conviven sectores con intereses contrapuestos, y que tanto el consenso como el disenso son esenciales para las instituciones democráticas. Pero Binner insiste con el diálogo y el consenso a ultranza, mostrando un sorprendente desprecio tanto por la inteligencia de quienes lo escuchan como por la democracia  concebida como equilibrio entre consensos y disensos.

Las declaraciones de los fundamentalistas del consenso dejan flotando un extenso menú de dudas y perplejidades: ¿Consenso con quiénes? ¿Disenso con quiénes? ¿Cómo se cambia una realidad injusta sin confrontar con quienes produjeron esa injusticia y quieren seguir usufructuando de ella? ¿Cómo se gobierna sin confrontar? Porque es obvio que aquellos que se sirvieron de las corruptas privatizaciones de los 90 ahora no van a resignar los privilegios adquiridos. A nadie le gusta que le metan la mano en el bolsillo, menos a los que los tienen repletos de fondos mal habidos.

Esa falsa idea de un consenso total, pleno y plenario, con todos los sectores, es un mal chiste, un engaño flagrante y una falta de respeto a la ciudadanía.

Tal vez, en algunos casos, esta falacia encubra la idea inconfesable de buscan consensos por arriba, con los poderes fácticos, es decir mantener el statu quo, y confrontar con los trabajadores, los jubilados, los pequeños productores. Ejemplos en este sentido sobran. El progresismo y la socialdemocracia se especializan en este tipo de traiciones. Los indignados ciudadanos europeos manifiestan claramente esta situación a los gritos, en las calles.

En momentos de regreso de la política, de la militancia, del Estado como regulador de las relaciones sociales, la fórmula de Josef Paul Goebbels (“Miente miente, que algo quedará”) resulta rebatida por la democracia y la soberanía popular. Tras las mentiras no queda nada. Quien recurre una y otra vez a burdas falsedades demuestra que siente desprecio por quienes lo escuchan. Pero muchas veces los falsarios se equivocan: acaso proyecten su propia necedad en los otros. Mienten, mienten, pero no queda nada. Apenas el rostro adusto de los simuladores, golpeados una y otra vez por la realidad y las mayorías. Sin discurso. Sin careta.

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