Las protestas cacerolísticas ilustran la etapa más reciente del desarrollo de la joven democracia argentina y demuestran la existencia de niveles de libertad de expresión y politización con pocos antecedentes. Podrían constituirse, además, en el primer paso de la construcción de un proyecto alternativo que hoy resulta indispensable para la democracia. Pero en este punto asoman grandes carencias, y este primer paso, bajo una mirada más atenta, muestra aspectos ominosos.

Los manifestantes caceroleros, como todos los manifestantes, quieren ser escuchados. Y tienen toda la razón en este punto. Quien sale a la calle a protestar, y ocupa el espacio público, la plaza, el ágora, el espacio de la política, quiere ser escuchado. Y desea además que el gobierno haga caso a sus reclamos. Es la obvia lógica de la protesta. Pero para que los reclamos sean escuchados y atendidos, primero, como condición para obtener respuesta, tienen que ser reclamos comunicables, compartibles.

Para hacer crecer y unificar sus protestas, los manifestantes podrían recurrir a la larga y heroica historia de militancia que existe en la Argentina. Esa rica experiencia histórica está a disposición de quien quiera participar de la construcción de un cambio social. Nuestra historia está marcada por ejemplos de vida de decenas de miles de militantes, muchos de ellos asesinados y desaparecidos.

Un viejo adagio señala que aún el recorrido más largo comienza por un primer paso. Las manifestaciones de sectores disconformes con el gobierno nacional podrían ser, justamente, ese primer paso, el inicio de la primera etapa de una paciente construcción mayor, la construcción social, colectiva, de una propuesta alternativa, superadora de las políticas del gobierno nacional.

Si aceptamos por un momento esta hipótesis, se puede suponer que el primer gran inconveniente que deberán sortear los manifestantes para lograr hacer realidad esa construcción futura es la falta de representación. No hay, hasta ahora, dirigente, ni partido, ni agrupación, ni colectivo alguno que refleje y exprese las consignas de los cacerolazos, que muchas veces lucen inconexas, incoherentes, dispersas y fragmentadas.

Entre las consignas más sorprendentes escuchadas durante las protestas hay una que, con su mendacidad casi grotesca, denuncia el problema de la falta de representación, y muestra, también, cómo algunos manifestantes parecen desconocerlo y apelan a una versión muy particular del sistema democrático: “Somos el 46 por ciento”, dicen, dejando claro, al mismo tiempo que, justamente, no son el 46 por ciento, porque ningún candidato obtuvo ese porcentaje, y porque la suma de peras con manzanas a nada bueno conduce.

No. Ningún candidato obtuvo el 46 por ciento en las últimas elecciones. Es decir, ninguna propuesta alternativa lo obtuvo. Ninguna plataforma política, ni partido, ni idea de país, ni discurso opositor mereció ese porcentaje de la voluntad popular. Es más, fuera de la fórmula que resultó ganadora con el 54,11 por ciento, ningún candidato, frente, propuesta ni partido alcanzó siquiera el 20 por ciento de los votos. El caso de Hermes Binner resulta muy ilustrativo de esta carencia de una oposición consolidada y con un proyecto de país alternativo. Binner salió tercero, con un 16,81 por ciento de los votos. El segundo lugar quedó vacante. Frente a los casi doce millones de votos obtenidos por Cristina se abre un abismo, el abismo de la carencia, de lo irrepresentable, y recién después llega el pelotón fragmentado, rezagado de la oposición. Pero el segundo puesto es un agujero negro, vacante, que simboliza la oposición ausente.

Hasta hoy, la ira cacerolística se empantana en lo irrepresentable. Permanece allí, en ese magma ajeno al logos. Se agazapa en lo indecible. Y acaso este sea el primer gran obstáculo que deberá enfrentar la protesta para crecer y convertirse en alternativa: hacerse entender.

Para comunicar hay que tener en cuenta al otro, según enseñó Perogrullo. El individualismo extremo tiene voz, pero es una voz vacía, seca, apenas el eco difuso de la voz de otros. No construye sentido. No tiende puentes hacia la otredad.

Si se rechaza lo político, como idea esencial, como aquello que, según Aristóteles, caracteriza lo humano, se rechaza, al mismo tiempo, la posibilidad del discurso. No se construye discurso, ni verdad, ni conocimiento. No se construye.

Por eso las “consignas” de la ira cacerolística producen feo pasmo, tanto en el emisor como en el receptor. Y después, tras dar muchas vueltas, tras muchos esfuerzos hermenéuticos, las “consignas” dejan ver que, en verdad, no lo son, por falta de lógica interna, por falta de rigor, de anhelo de verdad, por carencia de ilación y coherencia interna.

La derecha política, los dirigentes partidos y agrupaciones de derecha serían, a primera vista, los representantes adecuados de esta ira. Pero aquí encontramos más inconvenientes, más obstáculos difíciles de salvar, más trabas para que se haga realidad esa hipotética construcción de una propuesta opositora.

Nadie se confiesa de derecha en la Argentina, un caso digno de un estudio interdisciplinario con intervención de la política, la sociología y el psicoanálisis, por lo menos. La derecha política, con su discurso gastado y desmentido, poco dice y nada propone, más allá de la repetición de viejas recetas catastróficas. Se monta, una y otra vez, en el discurso del gobierno, en sus políticas, para deslegitimarlas siempre, sin excepción, y sin proponer nada a cambio.

De allí esa patética práctica, ya naturalizada, de poner la lupa, obsesivamente, y repetir, tergiversar, mentir y transformar, las palabras de la presidenta, por ejemplo. El discurso de la derecha política luce parasitario, dependiente, siempre a la zaga del discurso de otro.

Nadie dice ser de derecha. Y además, los discursos que sí se reivindican como derecha están en retroceso en buena parte del mundo. La derecha se quedó sin discurso capaz de seducir, sin planes confesables, sin plataforma mostrable, sin poder de simulación ni engaño. Apenas habla. Calla, miente, disimula.

El programa de gobierno de la derecha es lo inconfesable. Lo indecible. Lo invotable. No puede expresarse ni sincerarse. Sólo puede ser contrabandeado, traficado, siempre oculto, escondido tras ropajes, mentiras, simulacros y bambalinas. La crisis de representación de Europa, que tantos estudios ha motivado en distintas disciplinas, es la palmaria demostración de la existencia y la importancia decisiva de este obstáculo.

Las multitudes indignadas que salen a las calles en Grecia, España, Italia, Reino Unido, y Portugal protestan porque no se sienten representadas por la dirigencia política, que defraudó la soberanía popular del voto para gobernar al servicio de los bancos y vaciar de sentido la democracia. En Europa, los indignados le exigen al poder político que ponga un freno al poder de los mercados. En Argentina, en cambio, los indignados salen a ventear el denso odio que les despierta un gobierno que intenta poner algún freno al poder del mercado encarnado en algunos de los sectores dominantes más desbocados.

En la Argentina de los 90 se definió, con crudeza y cinismo, esta situación de vaciamiento de la democracia que ahora indigna a los pueblos europeos. “Si decía lo que iba a hacer, nadie me votaba”, señaló Carlos Menem entregando una definición que acaso merece ser más recordada.

Estados Unidos es otro buen ejemplo de los problemas de la derecha para construir discurso, para construir un simulacro, para engañar. El pueblo estadounidense optó por la derecha, mal disfrazada de progresismo, del decepcionante Barack Obama porque enfrente se erigía una derecha ultraconservadora que apenas podía disimular su racismo y su elitismo, una derecha que ya no convence a nadie.

La historia de la lucha política y sindical en la Argentina muestra que una de las principales virtudes del militante es la paciencia. La ira cacerolística, en cambio, al menos hasta ahora, no parece acompañar los tiempos de la democracia, de la sociedad, de los cambios sociales. Los manifestantes parecen verse a sí mismos más como consumidores que como ciudadanos. Sus tiempos se parecen mucho a los del mercado, al urgente y guarango llame ya, a la satisfacción inmediata que promete el consumo.

Los manifestantes que pulsan cacerolas parecen estar lejos de aceptar y cultivar la paciente y esforzada actividad colectiva que implica la militancia. Más que como ciudadanos, hasta ahora se presentan como consumidores acostumbrados a las soluciones fáciles de la publicidad y la autoayuda.

Para que a partir de las protestas, sea posible una futura construcción política democrática acaso sea necesario que los caceroleros se purguen de los elementos antidemocráticos que engordan sus filas.

Estas manifestaciones nos invitan además a repensar el papel de la educación en la Argentina, y la necesidad de profundizar el cambio en este sentido, sobre todo en la difusión de los fundamentos básicos de la democracia, la educación ciudadana, la formación política temprana. Las declaraciones de algunos manifestantes, no todos, dejan ver grandes carencias en la materia. Este es, quizás, otro obstáculo que deberán sortear los manifestantes para constituirse en una fuerza política unida, coherente y atendible.

Durante la última campaña presidencial de los Estados Unidos, los partidarios de Barack Obama distribuyeron un prendedor con una consigna que posee ciertas resonancias que permiten pensar la situación de la oposición argentina: “La bronca no es una propuesta política”. En la Argentina, la bronca es un ingrediente que acompaña, y a veces lastra, las protestas caceroleras.

El tiempo dirá si estas protestas se convierten en el primer paso de una construcción mayor, colectiva, constructiva, democrática, o si, fagocitadas por la ira que las carcome desde dentro, se autoconfinan en el pantano inane de los odios ciegos.

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Un comentario

  1. Lukutuel

    16/11/2012 en 20:48

    Genial Pablo, como siempre!

    Responder

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