El gobierno nacional se sostiene con el ejercicio de la violencia. La idea es arrasar con todos los derechos conseguidos tras años de luchas colectivas. La provocación, la mentira, la deslegitimación del otro y la negación de la realidad atentan contra el orden simbólico y la salud pública.

El gobierno de Mauricio Macri utiliza en forma permanente y sistemática todas las formas de la violencia. Las utiliza para arrasar con los derechos consagrados por la Constitución Nacional y también, muy especialmente, para eliminar los derechos conseguidos tras años de heroicas luchas colectivas en las calles y en las rutas de todo el país.

El gobierno nacional surgió del voto popular, pero en el ejercicio del poder muestra rasgos cada vez más autoritarios. Y depende, cada vez más, de la utilización sistemática de la violencia.

Apela a la violencia simbólica de la manipulación, la mentira, el engaño, el insulto, las provocaciones, las burlas, las humillaciones, el cinismo, la negación de la realidad y la deslegitimación del que piensa distinto.

Asimismo, impone las formas más fanáticas y fundamentalistas del pensamiento único: el que no piensa como el gobierno es un mercenario, un corrupto, un vil integrante de las huestes mefistofélicas del kirchnerismo, un golpista.

No se acepta un pensamiento distinto, no hay lugar para un pensamiento otro honesto, franco, sano, respetable. Toda otredad es insultada, vilipendiada, escarnecida. No tiene derecho a existir. Estamos aquí ante la raíz misma de toda mentalidad autoritaria.

El gobierno apela además, con cada vez más frecuencia, a la violencia física. Palos y balas. Conforme crece y se organiza la protesta social, aumenta la represión. Solo en marzo, más de un millón de personas salieron a las calles a protestar pacíficamente. Y la respuesta del gobierno nada tuvo que ver con el diálogo ni con la democracia. La respuesta fue solo violencia. La violencia simbólica de las declaraciones de los dirigentes. Y los palos y los golpes de la policía.

Cambiemos llegó al poder para ejercer, además, otra forma de violencia, la más profunda: la violencia sistémica, la que implica un esquema de distribución de la riqueza cada vez más injusto. La que implica un modelo de país excluyente. Todas las otras violencias están al servicio de esta violencia fundante.

Macri le declaró la guerra a la sociedad argentina. Pero el concepto de “sociedad argentina” es demasiado amplio, acaso algo difuso. Macri le declaró la guerra a determinados sectores sociales: a las grandes mayorías, a los trabajadores, al movimiento obrero organizado, a la educación pública, a la pequeña y mediana empresa, a las cooperativas, a las empresas autogestionadas, a los jubilados, a los estudiantes, al pensamiento crítico, a las organizaciones sociales, a los movimientos feministas y a todos los movimientos sociales que luchan para cambiar la realidad.

La cleptocracia macrista se va divorciando de manera cada vez más evidente de las formas democráticas. No puede funcionar dentro de esas normas.

No es casual que el gobierno nacional haya emprendido una guerra sin cuartel contra el derecho a huelga, a la protesta y a la libertad de expresión. Tampoco es casual que el movimiento obrero organizado y el pensamiento crítico estén entre sus enemigos.

El gobierno le declaró la guerra a la política. Hace política a partir de la anti-política, la exaltación del individualismo fundamentalista de Ayn Rand (autora preferida de Macri) y el ataque a lo público.

Si la política es “la guerra por otros medios” (el diálogo, la negociación). La anti-política resulta ser, como comprobamos todos los días, la guerra lisa y llana: el uso de la violencia.

La propaganda cumple un papel fundamental en toda guerra. El gobierno cuenta con un imponente equipo propio, además de los dos más grandes conglomerados mediáticos hegemónicos.

Los medios no solo difunden mentiras, construyen mundos paralelos, encubren y resignifican realidades, refuerzan odios, miedos y prejuicios, y demonizan determinados actores sociales. También contribuyen a configurar un determinado tipo de subjetividad, individualista hasta la autodestrucción, acrítica y aturdida, arrasada por el odio y la violencia.

Nada tiene de nuevo este sujeto social, que subordina su experiencia vital, cotidiana, al repiqueteo machacón de los medios, que cobran así un valor de verdad mayor al de la propia experiencia. Nada tiene de nuevo este necio odiador, avatar de aquel “viva el cáncer”, que cuando habla o vocifera es hablado y rechaza la idea misma de argumentación, atacando así las bases de la lógica y del orden simbólico que sostienen su propia subjetividad. Es enemigo de la política, de lo público, de la protesta. Defiende a los poderosos con fanatismo ciego.

Ocupar el espacio público está en el origen mismo de la democracia. Abandonar la vida privada de nuestros hogares y lanzarnos a las calles, a las plazas, al ágora, a ocuparnos de la cosa pública es la definición misma de lo político. El odio cerril que producen las movilizaciones, las marchas y los piquetes es el odio hacia lo política. Los atentados asesinos contra personas que cortan calles son producto del clima alentado por el gobierno, responsable intelectual de estos crímenes de odio.

Y cuando los sectores que apoyan al gobierno salen a la calle, como en la marcha del 1 de abril “en apoyo a la democracia”, ofrecen un espectáculo arrobador. Realizaron un acto eminentemente político aclarando que no hacían política, como quien se declara mudo a los gritos. Se los notaba incómodos, ateridos por una violencia que los narcotiza. El lenguaje gestual que ofrecieron esos cuerpos infectados por el odio es el de la pura y más puerca violencia. En la demostración política de los anti-políticos, se defendió la democracia haciendo una pública, impune apología de delitos de lesa humanidad como la desaparición de personas.

Un problema de salud pública

El gobierno nacional atenta contra el orden simbólico, lo cual conduce a la enfermedad mental. El macrismo implica, entre otras calamidades, un problema de salud pública. Pone en riesgo la salud física y mental de la población.

Las declaraciones del presidente y de muchos de sus ministros producen serios daños en quienes las escuchan: ira, depresión, confusión, ansiedad y un sentimiento de impotencia que solo la lucha colectiva puede canalizar y convertir en otra cosa.

La negación lisa y llana de realidades evidentes, que forman parte de la experiencia cotidiana de millones de argentinas y argentinos, constituyen verdaderos atentados contra la salud y la integridad de las personas.

Los funcionarios del gobierno niegan la existencia de experiencias cotidianas que no son para nada banales. Muy por el contrario, son tan traumáticas como, por ejemplo, la pérdida del empleo. La negación, la burla y el cinismo aplicados a estas experiencias dolorosas funcionan como verdaderas torturas psicológicas.

La hienal represión a los docentes sintetiza cómo el gobierno necesita de la violencia para sostenerse. Los docentes trabajan en la construcción del orden simbólico de una sociedad, trabajan formando sujetos críticos, su tarea tiene que ver, entre otros muchos aspectos, con un diálogo entre subjetividades que se alimentan mutuamente. Ese diálogo forma parte de la experiencia docente, y de ese diálogo depende, en buena medida, que una sociedad aprenda a tramitar sus diferencias a través de la negociación y la política.

El discurso del gobierno nacional, en cambio, para prosperar, para confundir, para aturdir y conservar su poder de dominación necesita del individualismo extremo, el resentimiento, el culto al poderoso y el odio al otro, especialmente si es pobre o trabajador.

Por eso el gobierno eligió a las y los docentes como sujeto social a demonizar y apalear con especial saña. Representan un peligro muy particular. Trabajan, son críticos, están organizados. Representan la defensa de lo colectivo y la construcción social crítica desde lo público. Por eso el gobierno nacional y sus esbirros destilan tanto odio y violencia contra ellos.

Fuente: El Eslabón

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