Yo no sé, no. Pedro se acordaba estando en la casa de su tía Ana, donde entre otras cosas le llamaba la atención una gran concha marina, arriba de un mueble. Él le preguntaba a su tía qué era y ella se la acercaba a la oreja y le decía: “Sentí, es el ruido del mar”. A él le encantaba no sólo el sonido sino que pronuncien la palabra «concha». Al tiempo fue a Mar del Plata, no tanto de vacaciones. En realidad él sí, pero los padres fueron a trabajar la temporada, mientras él, por las mañanas, se quedaba mirando el mar y se imaginaba que tenía el sonido del mar pegadito a la oreja.

Estando ya en su barrio de la zona sur de Rosario, le contaba a Manuel el sonido del mar. Manuel vivía soñando con estar cerca del Atlántico. Una vez jugando un picado una tarde de enero donde el calor no aflojaba, Manuel se queda quieto agarrándose la oreja. Pensamos que había recibido un codazo, nos acercamos y le preguntamos qué le pasaba y él no respondía, hasta que de pronto nos dice: “Shhh, no hagan ruido que estoy sintiendo el sonido del mar, trato de imaginármelo así se me pasa el calor y puedo seguir corriendo”. En realidad era lo único que hacía ¡correr! Y fue así que se recuperó y empezó de nuevo a correr todas las pelotas. Y cuando íbamos al arroyo nos acercábamos a la cascadita del bañado Los Ángeles, él decía: “Si es agua salada, en una de esas sentimos el ruido del mar”.

Con el tiempo algunos compañeros se iban a Gesell, que estaba de moda y que tenía una aureola hippie y juvenil. Los cumpas que fueron le agregaban el sonido de sus sueños al dulce ruido de mar. Pedro tardó en volver a escuchar ese sonido y siempre pensaba en que por una decisión política y social, el acceso a nuestras playas se hizo popular, dejando de ser exclusivo para una minoría.

Manuel cumplió su sueño y se fue a vivir a Mar del Plata. Supimos que allí trabaja remándola como puede. ¡Y bueno, por lo menos no tiene que fingir con la mano en la oreja el estar sintiendo el mar!, me dice Pedro. Y sabes qué –prosigue–, en eso también la tenemos que pelear, que el que quiera pueda ir a nuestras playas o el que elige las montañas también, que vuelva a ser un deseo al alcance de todos. Algunos se quedarán con el silencio de las alturas y otros, como yo, con sentir el ruido del mar y sus espumas que acarician una frase en la arena que diga: ¡Aquí desembarcan nuestros sueños!

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