El 4 de mayo se cumplió el centenario de la muerte de uno de los grandes políticos que tuvo nuestro país, el notable Osvaldo Magnasco. Personaje olvidado por los motivos que esgrime el Martín Fierro con aquello de que “olvidarse de algo es también tener memoria”. Y en este caso es la memoria de la oligarquía nativa, tan cruel cuando se trata de un enemigo acérrimo del mitrismo. Este entrerriano, nacido en Gualeguaychú, en 1864, fue uno de los políticos más lúcidos de la Argentina que se acercaba al Centenario con confianza y la posibilidad de un liberalismo nacional que se derrumbó en la segunda presidencia de Julio Argentino Roca. Porque Magnasco fue un destacado representante de esa generación de liberales del interior que dieron vuelta positivamente la historia argentina. A diferencia de lo que opina la intelectualidad osificada, esa generación, profundamente nacional, puso a la república a la altura de los desafíos del mundo, incorporando a nuestro acervo a la inmigración europea.

Ligado primeramente al autonomismo nacional que era el partido de los provincianos pobres, fiel a Miguel Juárez Celman –presidente reivindicado últimamente por el gran historiador Roberto Ferrero–, llegó, durante la segunda presidencia de Julio Argentino Roca a ocupar la cartera de Justicia e Instrucción Pública, proponiendo, de no fracasar por la oposición reaccionaria, una reforma educativa que hubiera cambiando la enseñanza en un sentido nacional.

Jorge Abelardo Ramos analizó con su habitual agudeza su intencionado olvido: “Una gran sombra vela la posteridad de Magnasco; hay que explicar este silencio y terminar con él”. “¡(Fue) un adversario del capital británico, y para colmo, un enemigo del mitrismo localista! ¡Cuánto puede aprenderse de la significación histórica del roquismo a la luz del destino corrido por uno de sus voceros más notables!”.

La reforma que proponía Osvaldo Magnasco tenía como eje el paso de una instrucción abstracta y centralista a una educación técnica y descentralizada en las provincias en sus contenidos, que le diera a la población criolla y a la que iba llegando con la inmigración, las herramientas para poder enfrentar el mercado de trabajo, oponiéndose a la visión de los estratos conservadores que defendían una enseñanza elitista. Este eminente profesor de derecho romano, planteaba la eliminación del latín para darle a la educación un sentido práctico que resolviera los problemas de la vida cotidiana. La oposición de los mitristas a la reforma fue implacable, y aunque con su oratoria, Magnasco los aplastó en el Congreso Nacional, fue rechazada. Acierta Jorge Abelardo Ramos al decir: “…el primer intento de transformar desde la raíz el sistema universalista, verbal y enciclopédico de nuestra enseñanza, pertenece a Magnasco, ministro de Instrucción Pública de Roca”. El fracaso de la reforma sigue creando una intelectualidad desarraigada, que conoce mejor la historia europea que la de su propio terruño. Seguimos repitiendo las zonceras que la colonización ideológica ha puesto en nuestras cabezas con la soberbia e ignorancia de las cosas nuestras de siempre.

Enemigo acérrimo de Mitre, al que zurró por su pésima traducción de la “Divina Comedia” de Dante Alighieri y al que combatió por su política centralista y enemiga de las provincias, tuvo en el diario La Nación –ese guardaespaldas de don Bartolomé– a su peor enemigo, que lo obligó a renunciar como ministro.

También fue el primer denunciante de las empresas ferroviarias inglesas, con palabras elocuentes que gozan de plena actualidad. Afirmaba el notable parlamentario: “¿Han cumplido las compañías privadas los nobles propósitos que presidieron estas concesiones de ferrocarril tan prodigiosas en estos últimos años? Mejor sería señor que no contestase tales preguntas, porque aquí están los representantes de todas las provincias argentinas, que experimentalmente han podido verificar, con los propios ojos, el cúmulo de pérdidas, de reclamos, de dificultades y de abuso producidos por esto que en nuestra candorosa experiencia creíamos factores seguros del bienestar general”.

Como último rasgo de esta breve semblanza, podemos decir sin equivocarnos, que fue el más eminente orador de su tiempo, de gesto demostino, materia en la que quiero citar la opinión de dos de sus contemporáneos. Dice al respecto José María Ramos Mejía de su elocuencia: “Orador fecundo, músico de la palabra, prodigio de sonoridades espléndidas y de una originalidad poderosa, nadie como él ha manejado la elocuencia dramática del discurso”, y agrega: “Magnasco es el más claro y comprensivo de los oradores argentinos no sólo por la agilidad de su talento hermoso y abundante, sino también por la eficacia parlamentaria con que triunfa en la polémica”. Y otro coetáneo, Mariano de Vedia y Mitre, completa el esbozo: “El incomparable profesor de derecho romano, el orador excelso (excelso en la entonación de su voz, en la arrogancia de su figura, en la justeza del ademán, en la riqueza de sus argumentos, en la profundidad de sus juicios, en el vuelo de su imaginación creadora) el gran ministro de Instrucción Pública, el reformador de la enseñanza, el atildado expositor, el gran jurista, no puede ser comprendido en su exacto valor si se lo saca de su época y su medio”.

Osvaldo Magnasco fue un argentino eminente, un hombre del interior que encarnó los mejores valores de la generación nacional del 80, y cuyo fracaso político es una de las causas de nuestro aciago presente. La “sabia administración de la ignorancia”, propagada por nuestra clase dominante, nos sigue empantanando, impidiendo nuestro futuro de grandeza.

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