Las coberturas mediáticas de procesos judiciales como los relacionados con los asesinatos de Fernando Báez Sosa y Lucio Dupuy obligan a poner el foco nuevamente en la tensión permanente entre la defensa de la libertad de expresión y los límites a esa premisa que implica la aplicación de principios éticos propios de un oficio como el periodístico, hoy sacudido por la irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación y la concentración de la propiedad de los medios, entre cuyos efectos se cuenta la precarización de las condiciones laborales de las y los trabajadores del sector. En este sentido, la tensión pasa a ser entre parar la olla y el dolor de panza que provoca –o debería provocar– ser funcional a tanta mentira y manipulación en favor de intereses distintos y contrapuestos a la comunicación entendida como un derecho de los pueblos, clave para la construcción de sociedades más justas, menos violentas.

El desafío de evitar que, por ejemplo, el caso Báez Sosa opere como plataforma de lanzamiento de la carrera política de un personaje como el abogado Fernando Burlando, o que el crimen de Lucio Dupuy se utilice para demonizar al movimiento feminista, es tan vasto como urgente. Y la responsabilidad de asumirlo no es solamente pero sí principalmente del propio periodismo, desde donde se lo esquiva con diversas excusas.

La de que “si no hago esto me quedo sin laburo” es de las más meneadas y reales, pero para nada irreversible, sobre todo si desde los trabajadores y trabajadoras del rubro se la afronta colectivamente y como mecanismo de autorregulación, tal como lo plantea el Sindicato de Prensa Rosario (SPR) en su Declaración de Principios sobre Ética Periodística, difundida en 2007 al cabo de un debate amplio y extenso promovido por la organización sindical.

“Consideramos a la ética como un proceso de construcción, enriquecimiento y creatividad permanente y al acto de responsabilidad individual como una instancia que debe completarse y ampararse en la actuación colectiva”, se plantea en la Declaración, en la que también se expresan posicionamientos tales como el deber de “defender el sistema democrático, la pluralidad informativa y el pleno respeto de los derechos humanos”.

En ese marco, se mencionan otros deberes poco tenidos en cuenta en las coberturas a las que aquí se alude, como el de “respetar el derecho a la intimidad y la privacidad de las personas” y también “el principio de inocencia de toda persona imputada”.

“Trabajaremos alejados de las palabras, descripciones, fotografías e imágenes que ingresen en el terreno de la morbosidad y el sensacionalismo”, reza después el texto que resume las discusiones e intercambios de experiencias de afiliados y afiliadas al SPR, entre los que nos contamos quienes integramos la cooperativa editora de este periódico, donde nadie se arroga fidelidad absoluta a los principios éticos reivindicados en la Declaración, pero sí al menos el tenerlos en cuenta cotidianamente como una orientación indispensable para un mejor ejercicio del oficio.

De lo que se trata es de, por lo menos, garantizar que lo que se publica no sea una sucesión permanente de patadas a la cabeza que maten la capacidad de discernimiento propio de quienes buscan en los medios datos importantes para saber qué hacer con la vida. Y se trata también de no dejar de advertir que eso de patear cabezas es lo que suele hacerse en lo que se presenta como coberturas periodísticas en las que se informa “la verdad” de lo que pasa.

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