Yo no sé, no. Pedro esa mañana de agosto iba a la escuela con un nuevo compañero en su muñeca izquierda. El día anterior le habían regalado el primer reloj pulsera a cuerda, y a darle cuerda fue lo que primero aprendió: dos vueltas y media y tenía carga como para 12 horas. Sabiendo que a eso de las 11 de la mañana le tendría que dar cuerda de nuevo y que Susana su compañera de banco se lo iba a ver, lo llenaba de entusiasmo. Esa mañana, camino a la escuela, me hablaba como si aparte de nosotros dos hubiese un tercero, o un cuarto. Después de pasar por lo de Pichicua, que también iba a la Anastasio, por Iriondo, una cuadra antes de la vía, en el baldío de la esquina que estaba pegado a la casa del flaco Juan, Pedro nos recordó que ahí, donde a veces pintaba un desafío a los penales, un partido a la cabezas o la Troya para jugar a los trompos, seis meses atrás, Ricardo, que era más chico que Manuel en edad, había atajado 18 penales seguidos. Y que Raúl se había quedado con la gran chancha (el trompo gordo) del Colorado y 15 trompitos en sólo 2 horas. Uno de los secretos era que el trompo con el que jugaba tenía más piolín que los demás y él lo enrollaba como para darle más cuerda. Cuando pasamos por uno de los grandes eucaliptos pegados a la vía de Acindar, se paró cerca de los cambios manuales de la vía y dijo: “Aquí pasó un hecho desagradable”. Habían encontrado un cadáver hacía muchos años atrás, y él le había agregado la hora exacta del hallazgo: a las 15 horas, 20 minutos, un día comenzado los años 60. Cuando íbamos por Acevedo, nos hizo recordar cuando con Alfredo (el verdadero nombre de Pichicua) en un asalto organizado por las pibas de Acindar, a las 20.25 de un día de septiembre del 64, los tres formalizamos el noviazgo con una de Acindar y dos de barrio Plata. Para eso de la una, estábamos en el metegol del club Acindar y Pedro, mientras jugaba, iba relatando como si fuera Vidaña, el de la radio, y decía cosas nasí: “Siendo las 13.45, el segundos comenzará el gran desafío aquí, en la cancha del barrio doctor Lisandro Acindar”. Esa mañana, la de Historia nos empezó a hablar del general San Martín. Pedro se adelantó un par de bancos, se arremangó el delantal y dejó que se asomará el Omega imitación.

Ese mismo año, antes de que llegara el verano, estando en el arroyo del Puente Gallego, Pedro se zambulló con el reloj puesto y se salvó por unos segundos. Eso sí, le quedaron tres gotas en su interior. Manuel decía que seguía andando porque los romanos necesitaban agua para los caballos, indicando que tanto el tres, el seis, el nueve y el doce eran romanos.

Pedro nos contaba que el tic toc del reloj, a veces, al pasar cerca de la montaña de chatarra de la fábrica Acindar, parecía sonar más fuerte.

Una mañana de agosto, Pedro vio a su primer reloj en la mesita de luz. Hacía un año que estaba dormido para siempre y se lo puso. Cuando íbamos llegando al kiosco de Acindar, que tenía un cartelito que decía “dentro de 10 vuelvo”, Pedro nos recordó que para eso de las cuatro de la tarde, en lo de Laura, nos juntaríamos para organizar algo para el sábado. Nos lo dijo mostrando el reloj y a mí me pareció ver las gotas de agua de aquella zambullida en el puente. Esa mañana sería la última vez que la de Historia nos hablaría de la gran patria que quería San Martín. Esa noche me quedé dormido mirando mi propio reloj pulsera y soñé que todos los relojes que tenía en el cajón de la mesita de luz, y que estaban dormidos para siempre, volvían a mover sus agujas. Volvían porque alguna vez fueron cargados con cuerda y con historias. Historias que volvían porque todavía tenían cuerda.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 12/08/23

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