Yo no sé, no. Como una patrulla que había conseguido resultados a medias, volvíamos por el caminito de la montaña de la vía honda. Veníamos del Monte Bertoloto o Caballero; nunca supimos bien cuál era, si es que tenía, el nombre exacto. Ahí había una construcción a la que algunos llamaban “el castillo”. Para unos era de los ingleses, para otros, de los alemanes o de los franceses, y hasta para algunos de origen japonés. Era febrero del 67, para ese entonces era una tapera con varias habitaciones a punto del derrumbe. Ese día habíamos tomado la decisión de, venciendo todos los miedos, tomarla por asalto. Manuel estaba convencido de que ahí vivía el último combatiente japonés y fue con una gomera reforzada y los bolsillos llenos de municiones, que no eran otra cosa que recortes de hierro. Raúl quería entrar y hacerse de una pelota de cuero que estaba entre los escombros en una de las habitaciones. En esa pelota, o en lo que quedaba de ella, estaba toda la historia del castillo, inclusive todos los resultados y todos los goles desde que vinieron los ingleses. Carlos quería llegar hasta una gran ventana con apenas un par de vidrios sanos que se movía cuando el viento así lo decidía, con un sonido que se parecía a una queja por algún dolor. Carlos decía que en las bisagras de esa ventana estaba toda la historia del castillo. Tiguín decía que había visto una rueda de bici que cuando caía el sol sus rayos se volvían luminosos, y que esa rueda contenía toda la historia del castillo. José decía que en esos tres tirantes que sostenían uno de los pocos techos que quedaban estaba la historia verdadera del castillo. Pedro y Juancalito sostenían que estaba en esa publicación que podía ser una revista, un semanario o un diario, que apenas se veía y que apenas entraba el viento sus hojas parecían luchar contra la pata de una mesa que las tenía atrapadas. Para cuando se empezó a hacer de noche, con un pedazo de pelota, una bisagra y un tirante, emprendimos la vuelta. La decisión de volver fue en parte por Manuel: insistía en que era peligroso quedarse ahí en la oscuridad por el combatiente japonés que de noche se apoderaba del castillo.

Cuando estábamos por el primer puente le compramos un par de panes caseros a uno que junábamos y era del barrio. Nos sentamos al pie de un árbol pata de uña y desde una ventana se podía ver que había empezado el combate. Manuel dijo: “Un día de estos, al sargento Saunders lo va a bajar un Japonés”. Mientras la seven de vidrio pasaba de mano en mano, un pedazo de periódico llegó hasta nosotros. Carlos, después de leernos la fecha (era de una semana atrás) siguió con los títulos: “Se eleva el malestar social; aumentan los precios de los alimentos; comprar nafta desde las 0 del jueves será un 20 por ciento más caro; Universidad pública es cuestionada por un ministro y le recortan el presupuesto; se pone en duda el medio aguinaldo a estatales”. Sonó la sirena de la fábrica Acindar y Manuel preguntó: “¿Nos atacaron los japoneses y tomaron el gobierno?”. Carlos le contestó: “No, no son tus japoneses, es éste con las recetas de siempre”. Y le mostró la foto de Onganía.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 24/02/24

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