Apenas pasan las 9 cuando comienza la audiencia por la causa “Guerrieri Pascual y otros” por homicidio agravado por el concurso de dos o más personas. Están imputados Pascual Oscar Guerrieri, Jorge Alberto Fariña, Juan Daniel Amelong, Marino González, Ariel López, Juan Andrés Cabrera, Rodolfo Isach y Walter Pagano. Fotos como la de Daniel Gorosito y la de Raquel Negro cuelgan de los cuellos de la audiencia y se reflejan en el vidrio que la separa del tribunal. Tres gendarmes custodian la sala llena con diecinueve personas en el público, donde las mujeres son mayoría. Una comenta que un expolicía insultaba a querellantes y pidió que no estuviera nunca más. “Es un reverendo hijo de puta”, detalla. Hay nueve conectados por Meet y nada más dos de ellos están imputados en la causa, solamente cinco tienen la cámara encendida.

Judith Said inaugura la declaración testimonial. Tiene familiares víctimas de la última dictadura y hoy se centrará en Mario Eduardo Bordesio, el padre de su hija María. Oriunda de la ciudad de Buenos Aires, Judith se había mudado a Rosario a vivir con él cuando circulaban carteles de búsqueda para dar con su paradero. “Él no se iba a presentar”, dice. “Reivindicábamos ser militantes, aun siendo perseguidos”, declara.

Cuenta que María recuerda la visita donde fue a pasear con sus tíos y los militares allanaron el hogar de su padre hasta el destrozo. Judith expone con gran oratoria y aporta que hacía frío el día del allanamiento ilegal, que fue en julio de 1976. El exilio al año siguiente fue inevitable y no regresaron hasta 1984. En su calidad de testigo, Judith celebra la instancia declaratoria, aunque cuestiona: “Tardamos mucho”. Un cálido aplauso la abraza al final de su testimonio, luego de la lectura de una carta de Mario y de un pedido de militancia sin riesgo de muerte por parte de las fuerzas armadas.

¿Quién fue Mario Bordesio?

María Bordesio jura que dirá la verdad. La genealogía de víctimas directas de la dictadura en su familia abarca a su padre, sus tíos Alberto y Eduardo Said, el padre de su hermano materno y Claudia, tía política. También enuncia el secuestro con devolución de su hermano menor y el de un primo. Declara con paciencia, tiene sentido del humor. Describe a su papá como “una persona comunicativa, amistosa y solidaria”. Para ella, Mario fue un padre presente. Después de la separación con Judith, se quedó en Rosario y ellas se fueron a Buenos Aires; él era capaz de tomarse un tren por cuatro horas para verla quince minutos en un bar porteño. Lo considera un tipo sensible y valioso que perseguía con justicia el bienestar popular, que peleaba para ser más libre y para “tener más derechos y menos esclavitud”.

Más tarde, revelará los apodos de su militancia montonera: Tato, Mateo, Lucho y Gustavo. “Siempre había una sensación de persecución porque la persecución estaba como explícita”, advierte. En 1976, María tenía mucha esperanza a pesar de la oscuridad que su familia sabía que se venía y ella no. Esperaba dos hermanos con alegría: Ricardo, por parte de su mamá; y Mario Enrique, del lado de su papá. Le han dicho muchas veces que era igual a su padre sin que pudiera corroborarlo. “Miraba y no había nadie”, remarca al instante que reconoce tener la letra muy parecida a la suya.

La última vez que lo vio fue en la terminal de ómnibus de Mar del Plata, en marzo de 1977, a sus 4 años recién cumplidos. Le angustió el exilio y no se enteró de que estaba desaparecido hasta entrados los años ochenta. En quinto grado lo pudo decir en la escuela. Crecer sin él conllevó “no tener un montón de charlas, abrazos, cuentos, idas al colegio”. También implicó la pobreza que afrontó junto a su madre como único sostén económico. “Siempre me peleé mucho con mi mamá y podría haberme peleado un poco con él”, imagina. Por último, María aclara que banca su lucha y que entiende su recorrido: “Fui lo más feliz que pude en nombre de mi papá”. Está muy contenta por haber llegado a ser testigo en el juicio y reclama justicia a sabiendas de que no habrá reparación. “Yo no soy la víctima de nadie”, asevera.

Mario hijo

Luego del cuarto intermedio, llega el turno de Mario Enrique Bordesio y es riguroso con el discurso. Además de los crímenes de lesa humanidad contra sus familiares, supone: “Yo debo haber estado secuestrado con ellos al momento de la captura”. Ya pensó sus respuestas antes de oír las preguntas y las redactó en un papel inclaudicable. Criado con la familia de un tío paterno en silencio, creció con miedo. Ahí no sabían mucho de la militancia de su padre, menos sobre su madre.

Mario no sabe que, en algunas horas, Mauricio Macri retomará en público su discurso sobre “el curro de los derechos humanos”. Sin embargo, narra que las fuerzas armadas rompieron a más no poder el departamento donde vivía su familia y se robaron todo lo que había ahí. El último testigo que tendrá la jornada, Ignacio Vaccaro, es nieto de quien era dueño de esa casa y contará cómo el episodio marcó a su familia y al barrio mismo.

Una mujer tose sin parar. Varias lloran al escuchar que cuando cursaba su sexto mes de embarazo, con el futuro Mario en el vientre, Olga Beatriz Ruiz saltó un tapial de cinco metros de altura para escapar de milicos letales. El testimonio traza una línea histórica de cómo lo afecta terrorismo de Estado; con años de dolor, de silencio. Las persecuciones también habían acechado antes de la dictadura. “A diferencia de ellos, yo estoy acá”, dice en referencia a su mamá y a su papá. En instantes, enfatizará en la revictimización de los medios de comunicación que mentían con que los desaparecidos estaban en España. “Como tantos otros, tuve que reconstruir mi historia con los datos que junté, por eso hay huecos en mi relato”, lamenta. Exhibe algo recurrente: “Soñarlos vivos y no saber su paradero”.

juicios
Marito Bordesio en brazos de su padre Mario, secuestrado en Rosario en 1977.

Un rompecabezas al que le faltan piezas

Marito creció en calle Maciel 251 desde que, a sus nueve meses, tres tipos en una camioneta lo dejaron en casa de su tío con sus pertenencias —ropa, juguetes, libreta sanitaria—. Tenía lastimaduras en la nariz y en la boca. Estaba resfriado y sin higienizar, con una carta que rezaba: “Estamos seguros que nos volveremos a ver”. Su mamá y su papá pedían que se encargara de su crianza quien estuviera en mejores condiciones. Querían que creciera con mucho amor, no con lástima; que le pusieran límites, que no lo consintieran. “Edúquenlo”, exigían. Y rogaban que no fuera una carga para quien tomara la responsabilidad. Su tío le contó que durante los primeros meses lloró desconsoladamente.

Mario habla rápido y lee rápido, con fluidez y con elocuencia. Su voz tiene una entereza insospechada para el horror que relata. Enumera vejaciones dictatoriales y denuncia a la burocracia que decía hacer todo lo posible para encontrar a personas desaparecidas mientras el Poder Ejecutivo no daba brazo a torcer con su política de aniquilación. Supo atributos de su familia por cartas entre su abuela María Delia y la mamá de su hermana. En esa época, el correo internacional tardaba meses, que se traducían en “incertidumbre y desesperación”. En instantes, Mario protestará por el triste seudónimo usado por Videla: “Desaparecido”.

Cuando él termine, Adela Isabel Ruiz, su tía, destacará en su testimonio el trabajo del Equipo de Antropología Forense. Dirá que su hermana y su cuñado podrían haber estado en los ex centros clandestinos de detención “La Calamita” o “La Casa de Funes”. “Cuando fui a Buenos Aires para mí fue muy sanador pertenecer al grupo de Hermanos”, reivindicará. Fue allí donde entendió que sus altibajos eran comunes. Adela llevó un texto poético que escribió y lo va a leer con voz baja. Hablará de una boca llena de palabras no dichas. Resaltará un silencio cargado de “paciencia” y corregirá a la inmediatez su lapsus: “Presencia”.

Los nombres cambiados

Al reconstruir su infancia de adopción forzada, donde fue un niño triste y solitario, Mario cuenta que, de bebé, tuvo una intervención quirúrgica por un quiste en la axila. Sus padres lo fotografiaron con esa marca para que pudieran reconocerlo en caso de tener que hacerlo. Mientras sufría por tener que nombrar lo que no era —a sus primos, hermanos; a su hermana, prima; a su tío, padre—, en la escuela conoció a un hijo apropiado que se llamaba Jorge Rafael.

Marito define al último golpe de Estado como un “plan digitado y siniestro ejecutado por personas de carne y hueso, con nombres y apellidos”, en el que “cualquiera en la vereda de enfrente del modelo político y económico que se venía a imponer corría riesgo de secuestro y tortura”. Tras la ley de Obediencia Debida, de la de Punto Final y de los indultos, concluye: “Entendí la lucha de mis padres”. No le queda bandera por levantar, esgrime contra la teoría de los dos demonios y reivindica a Madres y a Abuelas de Plaza de Mayo.

Cerca del final, evoca a un abogado que le había preguntado si pertenecer a Hijos le impedía un proceso de duelo y responde ante el tribunal que era la falta de justicia lo que se lo obturaba. Una mujer le besa la mano a otra, ambas abrazarán a Mario en minutos, cuando haya dejado el estrado. La audiencia finaliza y el juicio se retomará este lunes 27 de marzo a las 9 de la mañana, cuando declare la familia de Eduardo Héctor Garat, militante de Montoneros desaparecido en 1978.

Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 24/03/23

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