“Este lugar lo único bueno que ha dado en 18 años es esta sombra”, dice un joven e histórico participante del ritual que se repite cada 19 de diciembre, bajo el sol del mediodía frente a la mole de los tribunales provinciales de Balcarce y Pellegrini. Gente sube y baja las escaleras como si nada pasara, como si las personas que pintan y se paran sobre el asfalto hirviendo y cuentan historias que en Netflix les haría llorar a cuatro ojos fueran fantasmas. No las ven y no las oyen. No lo hicieron en casi dos décadas. Pero ahí hay un acto –siempre para esta fecha– en el que familiares, amistades y representantes de organizaciones sociales, gremiales, políticas y de derechos humanos de Rosario recuerdan a las nueve víctimas de la violenta represión de 2001 desplegada por la policía del ex gobernador Carlos Reutemann. Madres, hermanas, parejas, todas mujeres, “cada vez menos” como dirá una, relatan quiénes fueron y cómo mataron a Claudio Lepratti (35), Graciela Acosta (35), Juan Alberto Delgado (24), Rubén Pereyra (20), Walter Campos (17), Liliana Yanina García (18), Ricardo Villalba (16); Graciela Machado (35) y Marcelo Alejandro Pacini (15). Estos son sus testimonios que, según denuncian, “los jueces nunca se dignaron a escuchar, porque no hay un sólo detenido por estos casos”.

Familiar de Rubén

“A 18 años seguimos acá, pidiendo la justicia que nunca vemos. Cada vez somos menos, pero acá estamos, como todos los 19 y 20. Yo voy a contar un poco para aquellos que no lo conocen, cómo fue ese 2001”. Las palabras pertenecen a una “familiar de Rubén”, tal cual se presentó.

“En el barrio –sigue y recuerda–  el 17 empezamos a movilizarnos por el tema de los alimentos. Yo estaba con Rubén y con mi hija, que tenía un año y medio. Nos dieron una caja de alimento. El día 19 empezaron los saqueos. En un minimercado nos abrieron las puertas para que saquemos la mercadería, estábamos con Rubén y la hermana. Él había llevado leche, pañal y cigarrillos para su hermano que estaba detenido. Y después estuvimos todo el día en la calle. Había una revolución en todos los barrios. Hubo muchos heridos. A la noche se juntó gente, porque iban a dar cajas en el Híper Libertad, para que no vayan a romper. Iban a llevar el camión atrás de la escuela. Cuando nos íbamos a dormir, los familiares lo llaman a Rubén para ir a buscar las cajas, y se fue. A las dos horas viene una vecina –se corta por la emoción, y sigue con la voz entrecortada– a avisarme que a Rubén lo habían matado. Uno de los chicos me dice que no, que no lo habían matado sino que le habían disparado. Dejo a mi hija durmiendo y me voy hasta al lugar pero ya lo estaban trayendo al barrio. Hacía una hora que estaba fallecido”.

El relato se pone cada vez más crudo. “Al otro día cuando voy a la comisaría a hacer un certificado de pobreza me dice el comisario «ya les dije a ustedes que se vayan a sus casas». Era el mismo comisario que estuvo involucrado en la muerte de mi papá, del que hoy se cumplen 24 años de su muerte”, dice la todavía joven mujer. Hace una pausa, y continúa: “Esto es algo que yo no conté, pero él abusaba de su hija discapacitada. Un día uno de mis hermanos lo ve, lo denuncia y lo llevan detenido. Los policías le pegan en la Subcomisaría 19, se les fue la mano y lo mataron ahí adentro. Y como una hora antes había habido una pelea con sus hijos, fueron detenidos los tres hijos por esa muerte. La policía amenazó a mis hermanos para que se hagan cargo de la muerte de él, porque sino iban a tener más problemas. Mis tres hermanos estuvieron tres años en la cárcel por ese hecho”. 

Tras una nueva pausa, la mujer lanza de un tirón el resto de la historia. “De esa violación nací yo. Me enteré cuando tenía 14 años que mi padre era un violador y que mi hermana no era mi hermana, sino que era mi madre. El mismo policía en ese entonces que era comisario y estuvo involucrado en la muerte de mi papá, fue el que estuvo involucrado en la muerte de Rubén. Ese policía siempre nos perseguía a la familia. En el caso de Rubén, desde la Justicia no se hizo nada nunca”, denuncia la mujer.

Hermana de Juan

“¿Qué puedo decir? Justicia no. No hay justicia. En 18 años no pasó nada. Pienso que no va haber justicia porque la Justicia no hace justicia”, comienza Catalina, hermana de Juan Delgado. Y prosigue: “Mi hermano estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Ahí encontró la muerte. Tenía un escopetazo, ocho perdigones en sus costillas. Mi hermano se estaba levantando cuando le disparan. Mi hermano murió como un perro. Y no le dieron posibilidad de vida, inclusive cuando se estaba muriendo. Cuando yo llego al lugar, a mi hermano lo estaban subiendo a la ambulancia para llevarlo al hospital. Yo le sigo todo el trayecto a la ambulancia por Necochea. Lo dan vueltas, lo pasean, lo mantienen en la ambulancia hasta que muere”. 

Catalina pide “justicia”. “No sólo por mi hermano sino por todos”, dice. Y mirando al tribunal, hace una demanda: “Lo que quiero es que la Justicia piense que fueron personas, que tenían derechos, como todos. Yo pido que todos tengamos el mismo derecho, teniendo o no teniendo dinero. Eso quiero pedirle a la Justicia, derecho”.

Mamá de Marcelo

“Soy la mamá de Marcelo Pacini. Vengo de Santa Fe a pedir justicia por la muerte de mi hijo. A mi hijo lo mataron y lo dejaron tirado”, dice Catalina Sánchez, la madre del pibe que tenía 15 años.

Hermana de Walter

“Mi hermano nació en el medio del monte. Mi abuela fue partera de él, tuvo una vida dedicada a trabajar en los campos de los capitalistas que vienen a este país explotar la tierra y a usar a los pobres para su beneficio”, arranca locuaz, Sara, hermana de Walter Campos. “En el ‘96 llegamos a la ciudad de Rosario. Walter Campos no sabía leer ni escribir. Sabía hablar idioma qom, se juntaba mucho con la comunidad, todos sus amigos eran de la comunidad qom”, añade la joven. 

Micrófono en mano, Sara cuenta que “en diciembre, después de los asesinatos que hubo el 19 y 20, supuestamente el 21 estaba todo calmo, pero Carlos Reutemann no tuvo mejor idea que mandar a un francotirador de la tropa de operaciones, el sargento Ángel Omar Iglesias, a recorrer los barrios, las villas como dicen, porque según Reutemann la única forma de parar a los negros era con una bala de plomo”. 

El testimonio de Sara va subiendo en intensidad. “Walter Campos se encontraba a las 11 de la mañana caminando con un compañero, se dirigían a Sorrento, cerca del arroyo Ludueña. El que acompañaba a mi hermano había salido con la condicional”, sitúa la mujer. Y añade: “Había un comisario de la Seccional 20, llamado Ojeda, quien conocía a Walter, porque a pedido de la hermana Jordán amenazaba a la gente para quedarse con las tierras, y a veces se llevaba a los pibes detenidos para amedrentar a las familias y abandonen el barrio”. 

“Ese día –sigue Sara–, Ojeda lo ve pasar a Walter y le da la voz de alto. Walter frena, el compañero de él le dice «vamos a correr, que yo salí hace poquito y nos van a llevar, yo no voy a pasar la fiestas encerrado». El chico corre, Walter va detrás de él. Corren cien metros y de la nada aparecen patrulleros, empiezan a hacer disparos al aire, a decirles «corran, hijos de puta». Les tiraron a matar a los dos”. 

Mientras cientos de personas entran y salen de tribunales, indiferentes a la densidad la narración de Sara, y esquivan al puñado de manifestantes que se protege bajo la sombra del imponente edificio ocupando sus escalinatas, el relato –que aumenta aún más su dramatismo–, avanza hacia el desenlace: “De repente aparece este Ángel Omar Iglesias, el francotirador, quien sin mediar palabras prepara su arma con mira telescópica y le efectúa un disparo a Walter en la cabeza, por la espalda. Walter cae y no muere al instante. Puede hablar con el otro chico, quien lo arrastró tres metros y miraba como Walter cambiaba el color de su piel. Walter le dijo «zafá vos, andate que yo ya no doy más». El chico logra escapar en medio de la balacera. Walter queda tendido en el suelo. Los policías lo arrastran hasta un descampado y lo dejan tirado. No dejan pasar a nadie. Walter muere desangrado en ese lugar. La bala le había dado cerca del cerebelo, pero no le habían tocado ningún órgano vital. Murió desangrado”. 

Sara señala que el caso de su hermano “fue el primero de todos los asesinados que recorrió a la velocidad de la luz todas las instancias judiciales” y que “en cuatro meses declararon inocente al sargento Ángel Omar Iglesias”. “Walter Campos todavía hoy sigue agonizando y esperando Justicia”, cierra Sara.

Hermana de Claudio

El cierre de los testimonios queda a cargo de Celeste Lepratti, hermana de Claudio, el querido militante cristiano de base del barrio Ludueña quien es sin dudas el más reconocido de los asesinados en diciembre de 2001. 

Celeste dirige su palabra sobre todo a sus pares de lucha. “Es difícil hablar después de volver a escuchar a las mamás, las hermanas, familiares de la víctimas, luego de 18 años”, dice. 

“A pesar de que llegamos con bronca, quiero agradecerles a todos y todas ustedes, porque hemos generado cosas muy importantes que no hubieran sido posibles si no estuviéramos juntos”, remarca Celeste. “Tuvimos una cosa inédita, como fue la Comisión Investigadora No Gubernamental de los hechos de diciembre en la provincia, donde allí un montón de compañeros y compañeras, abogados y abogadas, organismos de derechos humanos, diversas personas que se sumaron junto a familiares a hacer la tarea que la Justicia no hacía y no hizo”, amplía la idea la ex concejal. Y añade: “Fue una etapa muy importante, donde personas que hoy ya no están dejaron una partecita de su vida en esta lucha, como Rubén Naranjo, como padres y madres que no pudieron ver la justicia, nosotros tampoco”.

Celeste, quien no se olvida –entre otras cuestiones–, de pedir justicia y denunciar “la impunidad que sigue rodeando a Carlos Reutemann” dedica sus palabras “a esos familiares que ya no están”, que “se quedaron en el camino”. Y subraya: “A ellos también creemos que les robaron la vida, son las víctimas de las balas invisibles de la impunidad”.

Imagen: JEB

Sin ayuda social

“Nosotros hace diez años presentamos un petitorio para que haya una indemnización para los familiares, yo tenía a mi hija chica y no cobraba nada, ni un plan”, cuenta Mari, una de las familiares de las víctimas. “Durante diez años cobramos una ayuda social por parte de la provincia, por parte de la municipalidad, pero ahora como cambió de gestión nos llamaron para retirarnos la ayuda social”, indica, para luego añadir: “Hoy mi hija tiene 19 años y estudia enfermería con una beca estudiantil y no sé si va a poder seguir estudiando, era lo único que me mantenía de pie. Si alguien nos puede acompañar para presentar un pedido para que los familiares podamos seguir cobrando esa ayuda social, le agradecemos”, concluye.

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