Ojos de tormenta
Yo yo no sé, no. Cuando muy pibes –recuerda Pedro–, en la cuadra de Zeballos entre Rodríguez y Callao, jugando a la pelo rompimos un vidrio. ¡Para qué! Se armó un revuelo… Nosotros rajamos. Igual, una vecina, sabiendo que éramos l
Yo yo no sé, no. Cuando muy pibes –recuerda Pedro–, en la cuadra de Zeballos entre Rodríguez y Callao, jugando a la pelo rompimos un vidrio. ¡Para qué! Se armó un revuelo… Nosotros rajamos. Igual, una vecina, sabiendo que éramos l
Yo no sé, no. Pedro se acordaba estando en la casa de su tía Ana, donde entre otras cosas le llamaba la atención una gran concha marina, arriba de un mueble.
Yo no sé, no. Con Pedro nos acordábamos de un pibe que cuando a la pelota de goma (la pulpo) la tenía en sus pies, te la mostraba y al toque te la hacía invisible. Llegamos a la conclusión de que Taro –así lo apodaban– hacía eso e
Yo no sé, no. Con Pedro, cuando éramos muy pibes, en un campito que arrancó teniendo 20 por 20 hicimos una canchita que luego la fuimos agrandando. Y para tener la primera número 5 de cuero, uno nos sugirió una rifa que costara 20
Yo no sé, no. Aquellas noches de diciembre, cuando éramos pibes, aunque amanecía temprano se nos hacía larguísima en el barrio. La luz eléctrica no llegaba para todos y los primeros cables nos parecían debiluchos, que al primer vi
Yo no sé, no. Pedro recordaba el abrazo que le daba su tío y padrino en aquellos diciembres de principio de los 60, en aquel barrio cerquita del Parque de la Independencia, del Cristo Redentor. Eran unos abrazos un poco más fuerte
Yo no sé, no. Pedro se acordaba cuando en la primaria incorporamos la carpeta, que de a poco desplazaba al cuaderno.
Yo no sé, no. Pedro se acuerda que cuando nos mudamos al sur de la ciudad dejábamos atrás en el empedrado nuestras veredas, nuestros árboles, nuestros aromas a almacén y granjas, nuestras luces que atravesaban la calle Ceballos y
Yo no sé, no. Con Pedro nos acordábamos cuando de muy pibes, yendo para la verdulería, antes de llegar a Biedma y Vera Mujica, nos encontrábamos casi siempre con una flaca quinceañera que nos piropeaba.
Yo no sé, no. Yendo para la carnicería del barrio, que era una de las últimas que vendía bofe con gañote sin pesar –lo primero para el gato y lo segundo para el perro–, antes de llegar había casi siempre una piba.